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A
20 años de la muerte de Primo Levi
El poder de las palabras
Por Jack Fuchs, Escritor y pedagogo.
Sobreviviente de Auschwitz.
Si esto es un hombre
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
(Primo Levi, Si esto es un hombre, 1947)
Primo
Levi nace en Turín en 1919, en el seno de una familia de judíos piamonteses.
Estudia en el famoso Instituto de Azeglio e ingresa a la Universidad donde,
pese a las leyes raciales, presenta su tesis de química en 1941. Poco después,
se une a la resistencia antifascista. Es denunciado y detenido en 1943.
Las primeras deportaciones de judíos a Auschwitz habían empezado en octubre
de ese año y Primo Levi fue uno de los 7500 judíos italianos deportados
y uno de los 800 que sobrevivieron y regresaron a su patria. Sobrevivió
hasta la liberación, el 27 de enero de 1945. Ocho meses y 23 días después,
tras un increíble vagabundeo por Europa del Este –relatado en su magnífico
libro La tregua–, Primo Levi vuelve a Turín. Allí reanuda su vida, encuentra
un empleo de químico y se vuelve director ejecutivo en una empresa de pinturas.
Se casa y tiene dos hijos. Vive allí hasta su muerte, el 11 de abril de
1987, hace hoy ya 20 años.
Primo Levi es una de las voces más singulares de la literatura italiana, estudió ciencias y se doctoró como químico en 1941, profesión que compaginó con su actividad literaria. Deportado a Alemania durante la II Guerra Mundial, Levi nunca olvidaría su condición de superviviente de los campos de extermino nazis, una experiencia que marcó profundamente su personalidad y su obra. Al ser liberado regresó a Italia y trabajó como químico industrial de 1946 a 1974, año en que se jubiló. Sin embargo, la pesadilla vivida no dejó de acecharlo; acaso para conjurar tantas cicatrices y poder seguir viviendo, optó por escribir simultáneamente a su desempeño científico, novelas, ensayos, cuentos, artículos y poemas. En 1947 publicó Si esto es un hombre, que junto a La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986) acabarían formando la trilogía de Auschwitz. Entre su extensa producción literaria destacan títulos como Historias naturales (1966), Defecto de forma ( 1971); El sistema periódico (1975); La llave estrella (1978) y Si ahora no, ¿cuándo? (1982). Acaso el tormento de la memoria fue más fuerte que todos sus esfuerzos y el 11 de abril de 1987 se quitó la vida arrojándose por el hueco de una escalera. |
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Primo Levi habló, no dejó de contar lo que vio, en nombre de todos los que ya no podían hablar y que se fueron solos hasta el final del horror. El dolor estaba aún demasiado cerca y la gran mayoría se resistió a escucharlo. Comenzó inmediatamente a escribir ya que la “necesidad de contar a los demás, de hacer participar a los demás, había adquirido en nosotros, antes como después de nuestra liberación, la violencia de una impulsión inmediata, tan imperativa como las demás necesidades elementales”. Así es como dejó testimonio del horror que vivió en varios libros autobiográficos Si esto es un hombre (1958), La tregua (1963) Los hundidos y los salvados (1986), entre otros. Algunas de sus obras, traducidas a varios idiomas, constituyen hoy textos de lectura obligatoria en las escuelas secundarias europeas.
La lucidez de Levi, su impresionante
capacidad de observar, describir y analizar bajo las circunstancias más
terribles tienen un valor incalculable para la memoria. Muchos rescatan
el valor histórico de su obra, otros el literario.
Yo, desde mi lugar de sobreviviente, como él, siento que Primo Levi ocupa
el lugar de un testigo especial, no sólo por la riqueza de su testimonio
sino también por su singularidad. No puedo dejar de mencionar cómo, siendo
un judío italiano, cuyas referencias culturales estaban lejos del saber
popular judío, manifestó siempre un interés muy humano por la cultura judía
de Europa Oriental con la que por primera vez se contactó en Auschwitz.
Aprendió el idish con el objetivo de entender esta cultura y entenderse
con aquellos con los que compartió la tragedia, el horror y lo que Primo
Levi llamaba “el pecado de ser judío”.
Como Levi le escribiera en una carta en francés en abril de 1946 a Jean
Samuel, un judío alsaciano a quien conoció en Auschwitz: “Lo queramos o
no, somos testigos y llevamos el peso de nuestro testimonio.”
Con profunda emoción, rescato las siguientes palabras del epílogo de la
excelente entrevista que Ferdinando Camon le realizara a Primo Levi, poco
tiempo antes de su desaparición, con las que quiero recordar a un hombre
que se convirtió en un símbolo único:
“Tenía el cabello y la barba blancos, la barba más blanca que el cabello.
Tenía una mirada un poco irónica y una sonrisa pícara. Una inteligencia
muy ordenada, con recuerdos precisos, detallados. En un momento de la entrevista,
tomó en sus manos el papel en el cual yo había escrito mis preguntas, y
en el reverso dibujó un plano de Auschwitz: con el Lager central, los campos
anexos y los respectivos nombres de algunos prisioneros. Hablaba en voz
baja, sin quiebres: es decir, sin rencor. Muchas veces me pregunté respecto
de la razón de esta moderación, de esta suavidad. La única respuesta que
me sigue conformando es la siguiente: Levi no gritaba, no insultaba, no
acusaba, porque no quería gritar; quería mucho más que eso: quería hacer
gritar. Renunciaba a su propia reacción, para dar lugar a la reacción de
todos nosotros. Su razonamiento era de largo aliento. Su moderación, su
suavidad, su sonrisa, que tenía algo de tímido, casi infantil, eran en realidad
sus armas.”
Fuente: Página/12, abril 2007
Noche y Niebla (Nuit et
Brouillard), Alain Resnais, 1955, documental completo
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Entrevista
a Primo Levi
Regreso a Auschwitz
Letras Libres nº 48, septiembre 2005
Por Marco Belpoliti
Primo Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo internado de febrero de 1944
hasta la liberación del campo en enero de 1945, dos veces en su vida: en
1965 y en 1982. En la segunda oportunidad lo hizo acompañado por un grupo
de estudiantes y profesores de instituto, representantes de la comunidad
judía y cargos electos de la provincia de Florencia, organizadora de la
visita. También viajó con él un equipo de la RAI , dirigido por Emanuele
Ascarelli y Daniel Toaff.
El texto de la entrevista, realizada ante las cámaras en junio de 1982,
había permanecido inédito hasta su transcripción por Marco Belpoliti y su
edición en 1998 en un volumen colectivo a cargo de Francesco Monicelli y
Carlo Saletti. Forma parte Primo Levi, Informe sobre Auschwitz. Presentación
de Philippe Mesnard, que Reverso Ediciones publicará en octubre de 2005.
Ya estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?
Todo es diferente, han pasado más de cuarenta años. Polonia salía entonces
de cinco años de una guerra espantosa, era el país de Europa que probablemente
había sufrido más por culpa de la guerra, que tenía el mayor número de víctimas,
no sólo judíos. Además, en estos últimos cuarenta años el mundo se ha renovado
en todas partes. Yo atravesé estos campos invernales y la diferencia es
total, porque el invierno polaco era, y sigue siendo, un invierno rudo,
no como el invierno al que estamos acostumbrados en Italia. Aquí la nieve
se mantiene durante tres, cuatro meses, y nosotros no podíamos, éramos incapaces
de resistir el invierno polaco, como prisioneros o después. Yo recorrí estos
campos como un ser a la deriva, como una persona desesperada y perdida,
en busca de un baricentro, de cualquiera que fuera capaz de acogerme. Era
verdaderamente la desolación hecha paisaje.
Incógnitas
Por Juan Gelman Dos libros de Primo Levi –Si esto es un hombre (1947) y Los hundidos y los salvados (1986)– lo han convertido en referencia obligada de todo estudio sobre la Shoá. En efecto, en ellos relata su experiencia como prisionero en Auschwitz, adonde fuera deportado por los nazis en 1944 cuando él buscaba contacto con los partigiani. Tenía 28 de edad cuando se publicó el primero y quién sabe si hay otro escritor sobreviviente de los campos de la muerte que haya narrado lo inenarrable con tanta lucidez, economía de medios y agudeza sostenidas a lo largo de 40 años. Siempre se ha exaltado su visión del infierno concentracionario por exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la técnica brechtiana del distanciamiento. Desconfiaba de quienes practican la profecía y de quienes levantan el dedo en posición de víctima. "No soy nada de eso", dijo alguna vez. Esta aparente objetividad es atribuida a su formación científica: Primo Levi era químico y en 1961 se desempeñaba en Turín como gerente general de una fábrica de pinturas, esmaltes y resinas sintéticas. Investigaba, sí, pero al ser humano, ese "centauro, laberinto de carne y de mente, de aliento divino y de polvo". Le gustaba sorprender conversaciones más que participar en ellas, "espiar por un agujerito más que observar panoramas vastos y solemnes... hacer girar entre mis dedos una sola pieza del mosaico más que mirar el mosaico entero". Es puro esquema considerarlo un mero sobreviviente del nazismo que testimonió con talento: su obra completa, publicada por Einaudi en 1998, muestra a un grande y diverso escritor. Es curioso que se trate de la misma empresa que rechazó el manuscrito de Si esto es un hombre. El libro apareció en una editorial pequeña y no tuvo mayor resonancia. Sólo un joven escritor de entonces lo elogió con entusiasmo. Se llamaba Italo Calvino. Cuando Einaudi lo reedita en 1958 se convierte en un éxito de proporciones y Primo Levi gana respeto como hombre de letras, aunque ciertos colegas lo califican de menor. Pero su obra –poemas, relatos históricos y de ciencia ficción, ensayos, cuentos— desborda la etiqueta "crónica" que la acompañó mucho tiempo, es más contradictoria y menos sosegada de lo que se solía suponer. Por lo demás, revela la intensa labor de traducción de Primo Levi –Heine, Kafka, Lévi-Strauss, entre otros– y su empeño en la difusión de autores como Katzenelson, Poliakov y Bruck que padecieron la Shoá. Primo Levi escribía y reescribía sin pausa, por lo general textos cortos –"agujeritos"– que intercalaba a veces en otros posteriores concretando libros incluso décadas después de su primera concepción. Si esto es un hombre resultó una criatura en la que trabajó de manera constante, revisó la reedición de Einaudi, supervisó su traducción al inglés y especialmente al alemán (1961), la adaptación radial (1964) y la teatral (1966), le agregó notas para la edición de lectura obligatoria en los colegios (1974) y un apéndice motivado por las preguntas más frecuentes de los estudiantes (1976) que fue además materia de muchas páginas de Los hundidos y los salvados. El crítico Alberto Cavaglion juzgó que todo lo escrito por Primo Levi es una glosa de Si esto es un hombre. En semejante apretujón no entraría, por ejemplo, El sistema periódico (1975), 20 capítulos con el nombre de sendos elementos de la tabla de Mendeleiev en que lo autobiográfico se mezcla con lo científico y lo científico construye analogías de índole moral. Sostenida por un flujo de invención que no decae, la escritura de Primo Levi no es la de un aficionado –como lo definían algunos y él se definía–, sino la de un escritor original cuya penetración sintáctica y emotiva parece dimanar de una oscura ansiedad del pensamiento. Primo Levi no fue sólo el cronista del Infierno moderno: también indagó los meandros del yo y del ser. En el prefacio de su libro más "infernal" –Si esto es un hombre– advierte que lo escribió a fin de "proporcionar documentos para un estudio desapasionado del alma humana". Cuarenta años después la despasión se disipa en Los hundidos y los salvados: en vez de distancia y ausencia de odio, hay furia. "Nadie –dice– podrá jamás establecer con precisión cuántos del aparato nazi no podían no saber de las atrocidades espantosas que se estaban cometiendo; cuántos sabían algo, pero fingían ignorancia; cuántos tuvieron la posibilidad de saber todo, pero eligieron el camino más prudente de tener ojos y oídos (y sobre todo la boca) bien cerrados." Y por vez primera pasa del adjetivo "nazi" al gentilicio "alemán": "... la falta de difusión de la verdad sobre los campos de concentración es una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán, es la demostración más manifiesta de la cobardía a la que lo había reducido el terror hitleriano". Nunca se sabrá qué produjo esta implosión en Primo Levi. ¿Una rabia latente que se quita la máscara? ¿El deseo de saber que choca contra la imposibilidad de responderse preguntas terribles sobre la condición humana? Juan Gelman |
Estos rieles y los trenes de
mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al verlos?
Pues resulta que precisamente los trenes de mercancía son el desencadenante,
lo que me causa mayor impresión, porque aún hoy cuando veo un vagón de mercancías,
y aún más si subo a uno de ellos, me produce una violenta impresión, los
recuerdos regresan, en fin, mucho más que al volver a ver paisajes y lugares,
incluso Auschwitz. Haber viajado cinco días seguidos en un vagón de mercancías
sellado es una experiencia que no se olvida.
Esta mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua polaca.
Sí, también es un reflejo condicionado, al menos, es decir, en mi caso.
Yo soy un hombre que habla y escucha; el lenguaje de los otros me afecta
mucho, y suelo o procuro utilizar correctamente mi lengua de italiano. El
polaco era esa lengua incomprensible que nos había recibido al final del
viaje, pero no era ni mucho menos el polaco de la población civil que escuchamos
hoy en los hoteles o en boca de nuestros acompañantes. Era un polaco zafio,
vulgar, trufado de injurias e imprecaciones, y nosotros no comprendíamos
aquello; era realmente una lengua infernal. El alemán lo era todavía más,
desde luego; el alemán era la lengua de los opresores, de las matanzas,
pero mucho de los nuestros –yo, entre otros– lo comprendíamos a retazos,
no nos era desconocido, no era la lengua de la aniquilación. El polaco sí
era la lengua de la aniquilación. Sin ir más lejos, ayer noche en el ascensor
dos borrachos me produjeron una fuerte impresión: hablaban como entonces,
no como los que nos acompañan, hablaban soltando injurias, hablaban esa
lengua que parecía estar hecha sólo de consonantes, verdaderamente la lengua
del infierno.
Decía usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el
carbón, ¿no es así?
¡Exactamente la misma! Sin duda, también esto se lo debo al hecho de ser
químico. El químico es entrenado para identificar las substancias a través
de su olor. En aquella época y también hoy, la llegada a Polonia, al menos
a las ciudades polacas, está marcada por dos olores característicos que
no existen en Italia: el olor de malta torrefacta y el olor ácido del carbón
ardiendo. Esta es una región minera, en todas partes hay carbón y muchos
aparatos de calefacción funcionan con carbón. Entre estaciones y en invierno
un olor se esparce por el aire: el olor ácido del carbón. Pero para nosotros,
o el menos para mí, es el olor del Lager, el olor de Polonia y del Lager.
¿Y la gente?
No, la gente no es la misma de entonces. En aquella época no vimos a la
gente. Vimos a los verdugos del Lager y sus colaboradores. La mayoría eran
polacos, judíos y cristianos. Pero los polacos de la calle, los polacos
que vivían en las casas, a esos no los veíamos, los divisábamos a lo lejos,
más allá de las alambradas. Había un camino rural que se extendía a lo largo
del Lager, pero por ahí pasaba muy poca gente. Después supimos que habían
alejado a todos los habitantes del pueblo. Sí veíamos pasar los autocares
que conducían al trabajo a los obreros polacos, y recuerdo un anuncio en
uno de estos vehículos, una publicidad como las que veíamos en casa: "Beste
Suppe, Knorr Suppe", "La mejor sopa es la sopa Knorr". Ver aquel anuncio
de sopa nos producía un extraño efecto, como si nos fuera posible escoger
entre una sopa mejor y otra menos buena.
¿Qué sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo
esta vez de un lujoso hotel turístico?
Sentí una dislocación, casi me atrevería a decir un desmembramiento, algo
imposible que a pesar de todo sucede porque el contraste es demasiado fuerte.
Se trata de algo que en aquel entonces jamás hubiésemos podido imaginar
que podría ocurrir: regresar a este lugar, vestidos como turistas, a un
hotel de lujo o casi. Y sin embargo...
Y ese contraste, ¿qué diría...?
Ese contraste, como por lo demás todos los contrastes, tiene un lado gratificante
y otro alarmante; las cosas pueden volver a suceder. Lo peor habría sido
lo contrario: haber venido a un hotel de lujo y después, hoy, volver en
plena desesperación.
¿Sabían adónde irían, cuál sería su destino?
No sabíamos prácticamente nada. En la estación de Fossoli pudimos ver unos
rótulos en los vagones en los que habían garabateado una indicación: "Auschwitz";
pero no sabíamos dónde quedaba, pensamos que se trataba de Austerlitz. Supusimos
que estaría en algún rincón de Bohemia. Creo que nadie en Italia en aquella
época, ni siquiera las personas mejor informadas, sabía lo que significaba
"Auschwitz".
¿Cómo fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?
Era... ¿cómo decir? Era lunarmente diferente, era de noche; era el final
de cinco días de viaje calamitoso, durante el cual varias personas habían
muerto en el vagón, era la llegada a un lugar del que no comprendíamos la
lengua y todavía menos su razón de ser. Había unos letreros insensatos:
una ducha, un lado limpio, un lado sucio y un lado limpio. Nadie nos explicaba
nada o bien nos hablaban en yiddish o en polaco, y nosotros no comprendíamos
nada. Es una experiencia realmente alienadora. Teníamos la impresión de
hallarnos en medio de un ataque de locura, de estar..., de haber perdido
la posibilidad misma de razonar. No, ya no razonábamos.
¿Cómo vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello?
–En realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta
y cinco personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho
podíamos sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una joven madre que
daba el pecho a su bebé. Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero,
estúpidamente, no llevamos agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos
lo había dicho y pensábamos que conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar
de que era invierno, padecimos una sed aterradora; aquella fue verdaderamente
la primera experiencia de una tortura, la tortura de la sed durante cinco
días. Le recuerdo que estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba,
y el que podía soplaba sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la
escarcha blanca –llena del óxido de los pernos–, raspabas aquello para conseguir
recoger unas pocas gotas de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba
de la mañana a la noche y durante toda la noche porque su madre se había
quedado sin leche.
Y qué fue de los niños, de la madre cuando...
Pues bien, los mataron rápidamente. De los seiscientos cincuenta que íbamos
en aquel tren, las cuatro quintas partes perecieron aquella misma noche
o la siguiente, enviados directamente a las cámaras de gas. En aquel escenario
siniestro, en plena noche, bajo los focos, con toda esa gente que gritaba
–gritaban como nunca se ha oído gritar, gritaban órdenes que no comprendíamos–,
bajamos de los vagones y nos pusimos en fila, nos hicieron poner en fila.
Delante de nosotros había un suboficial y un oficial –después supe que era
médico, pero al principio no lo sabíamos–, y preguntaban a cada uno si podía
trabajar o no. Me dirigí a mi vecino, era un amigo, un muchacho de Padua
mayor que yo y en mal estado de salud, y le dije: yo pienso decir que puedo
trabajar. Y él me contestó: haz lo que quieras, a mí me da igual. Ya había
abandonado toda esperanza. De hecho, se declaró incapacitado y no entró
en el campo. No volví a verle nunca más, como a ninguno de los otros, por
lo demás.
¿Cómo era el trabajo allí, en Auschwitz?
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He de aclarar, como sin duda ya sabe, que en Auschwitz no había un solo
campo sino muchos, y algunos habían sido construidos siguiendo un proyecto,
anexos a una fábrica o una mina. El campo de Birkenau, por ejemplo, estaba
dividido en gran número de equipos que trabajaban en varias minas, incluso
en fábricas de armas. Mi campo, en el que había diez mil prisioneros, era
Monowitz y formaba parte de una fábrica que pertenecía a I.G. Farben Industrie,
un enorme conglomerado químico, posteriormente desmantelado. Teníamos que
construir una nueva fábrica de productos químicos, que tendría cerca de
seis kilómetros cuadrados. La obra estaba bastante avanzada y todos trabajábamos
en ella; también trabajaban allí prisioneros de guerra ingleses, presos
franceses, rusos e incluso alemanes. Por supuesto, también había polacos
libres y voluntarios, hasta había voluntarios italianos. En total, aproximadamente
cuarenta mil individuos, de los que nosotros, los diez mil, éramos el nivel
más bajo, el último peldaño. El Lager de Monowitz, formado casi exclusivamente
por judíos, debía suministrar la mano de obra no calificada. A pesar de
todo, debido a que la mano de obra especializada escaseaba en Alemania,
y como los hombres se habían marchado al frente, a partir de un determinado
momento buscaron entre nosotros –los teóricamente no calificados y esclavos–
a especialistas, empezaron a buscar a quienes... desde el primer día, desde
el día de nuestro ingreso en el campo se produjo una especie de búsqueda
por analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos, qué diplomas, qué
oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya que me presenté
como químico, sin saber que sería enviado a una fábrica de productos químicos;
y mucho después aquello me valió un pequeño beneficio, porque durante los
dos últimos meses trabajé en un laboratorio.
¿Cómo era la comida?
Pues bien, la comida era el problema número uno. No estoy de acuerdo con
quienes describen la sopa y el pan de Auschwitz como infectos; en lo que
a mí respecta, tenía tanta hambre que los encontraba buenos y la comida
nunca me pareció asquerosa, ni siquiera el primer día. Era miserable, nos
daban raciones mínimas, el equivalente de 1.600-1.700 calorías por día;
teóricamente, porque en el trayecto había ladrones y, por tanto, las raciones
que llegaban hasta nosotros eran inferiores al umbral teórico; digamos que
aquello era el racionamiento oficial. Usted sabe que actualmente 1.600 calorías
bastan para un hombre poco corpulento y que con eso puede vivir, pero sin
trabajar y si permanece echado, mientras que nosotros debíamos trabajar
y, además, hacerlo con frío y realizar labores pesadas; en estas condiciones,
la ración de 1.600 calorías era una muerte lenta por desnutrición. Después
he leído los cálculos que hacían los alemanes. Calculaban que a un prisionero
sometido a estas condiciones que sacara recursos del estado en que se hallaba
antes de su internamiento, este tipo de alimentación le permitiría resistir
de dos a tres meses.
¿Pero era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?
Su pregunta es extraña. El que se adapta a todo es el que sobrevive; pero
la mayoría no se adaptaba a todo y moría. Moría por no saber adaptarse incluso
a cosas que hoy nos resultan banales, al calzado, por ejemplo. Nos lanzaban
un par de zapatos, bueno, en realidad no era un par de zapatos, eran dos
zapatos desparejados, uno tenía tacón y el otro no; había que tener una
constitución de atleta para aprender a caminar de este modo. Un zapato era
muy pequeño y el otro muy grande. Había que dedicarse a hacer complicados
intercambios, y si se tenía suerte podía conseguirse un par casi a juego
y había que conformarse. La mayor parte del tiempo los zapatos hacían heridas
en los pies, y quien tenía pies delicados acababa contrayendo una infección.
A mí también me toco vivirlo, todavía tengo las cicatrices. Milagrosamente
mis heridas sanaron por sí solas, a pesar de que no falté un solo día al
trabajo. Quien era sensible a las infecciones moría debido a sus zapatos,
por culpa de las llagas de los pies infectadas que no sanaban. Los pies
se hinchaban, y cuanto más hinchados estaban más apretaban los zapatos,
y la gente acababa teniendo que ir al hospital, pero no los dejaban ingresar
ya que los pies hinchados no eran una enfermedad. Era un mal tan generalizado
que quien tenía los pies hinchados iba directamente a la cámara de gas.
Parece que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.
Sí, es casi cómico. ¡Un restaurante en Auschwitz! No sé, la verdad, no creo
que coma; para mí es como una profanación, una cosa absurda. Por otra parte,
hay que decirse que Auschwitz –Oswiecim en polaco– era y es todavía una
ciudad donde hay restaurantes, cines y probablemente también un bar nocturno,
como probablemente en toda Polonia; hay escuelas, hay niños. Hoy como ayer,
paralelamente a este Auschwitz hay, cómo decir, un concepto: Auschwitz es
el Lager. Pero en aquella época también existía un Auschwitz civil.
Al abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca...
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra,
de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más primitiva,
la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de nosotros.
Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían, llevábamos
puesto un uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los
aterraba. Se negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos, realmente
muy pocos, se apiadaron de nosotros; con ellos acabamos comprendiéndonos.
Es muy importante la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse
comprender y el hombre que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno
se salvará, el otro no. También esto es fruto de la experiencia del Lager:
la fundamental experiencia de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El problema, para los italianos, era la lengua?
Para los italianos era una de las principales causas de mortalidad, comparado
con otros grupos. Para los italianos y los griegos. La mayoría de los italianos
como yo murieron en los primeros días por no poder comprender. No comprendían
las órdenes, y no había ninguna clase de tolerancia para quienes no las
comprendían; había que comprender la orden: nos gritaban, nos la repetían
una sola vez y ya está, después arreciaban los golpes. Ellos no comprendían
cuando nos anunciaban que podíamos cambiar de zapatos, no comprendían que
una vez por semana nos llamaban para afeitarnos la barba; siempre llegaban
de últimos, siempre tarde. Cuando necesitaban algo, algo que fuera posible
expresar, incluso algo que hubiesen podido obtener, no lograban expresarlo
y se reían de ellos; aquello era el hundimiento total, también desde un
punto de vista moral. A mi modo de ver, entre las primeras causas de tantos
naufragios en el Campo, la lengua, el lenguaje encabezaba la lista.
Hace unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona
en su libro La tregua.
Trzebinia. Sí, era una estación fronteriza, situada entre Katowice y Cracovia,
y en ella se detuvo el tren. Era un tren que se detenía todo el tiempo,
nos costó tres o cuatro días recorrer ciento cincuenta kilómetros. Se detuvo
y yo me bajé. Por primera vez me encontré cara a cara con un polaco, un
civil; era un abogado, y fue posible entendernos porque hablaba alemán y
también francés. Yo no sabía polaco y, la verdad, sigo sin saberlo. Así
que me preguntó de dónde venía y le conté que venía de Auschwitz, que por
eso llevaba un uniforme, porque todavía llevaba el uniforme a rayas. Me
preguntó: ¿por qué? Le dije que yo era un judío italiano. Él iba traduciendo
mis respuestas a un grupo de curiosos que se había congregado a su alrededor,
eran campesinos polacos, obreros que iban de camino al trabajo, era casi
de día, si mal no recuerdo. Como decía, yo no sabía polaco, pero sí lo suficiente
para comprender lo que traducía... Había transformado mi respuesta. Yo había
dicho: "soy un judío italiano", y él había traducido "es un prisionero político
italiano". Entonces le dije en francés, para corregirle: "no soy..., también
soy un prisionero político, pero fui deportado a Auschwitz por ser judío,
no como prisionero político". Pero él me contestó precipitadamente y en
francés que, por mi bien, mejor valía dejarlo de ese tamaño, porque Polonia
es un triste país.
Estamos a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué
representó el Holocausto para el pueblo judío?
No fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre paréntesis, nunca me ha gustado
la palabra "Holocausto". No me parece un término apropiado, es retórico
y, sobre todo, erróneo. Representó un punto de no retorno en términos de
proporciones, sobre todo de recursos, porque por primera vez en tiempos
recientes el antisemitismo se convirtió en un proyecto planificado, organizado
a nivel de Estado, no por influjo de un consenso tácito, como había ocurrido
en la Rusia de los zares; esto, en cambio, era un acto de voluntad. No había
escapatoria posible, toda Europa se convirtió en una enorme trampa, esto
fue lo novedoso y lo que determinó para los judíos un profundo cambio, no
solamente en Europa sino también para la comunidad judía en Estados Unidos
y para los judíos del mundo entero.
¿Piensa usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace cuarenta
años, es imposible que se vuelva a producir?
En Europa no lo creo posible por razones, como decir, de inmunidad. Se ha
producido una especie de inmunización; esta es la razón por la que sería
difícil asistir al renacimiento de algo parecido por mucho tiempo... en
algunas décadas, pongamos, cincuenta o cien años, Alemania podría conocer
un resurgimiento del nazismo parecido al anterior, y en Italia aparecería
un fascismo como el de antes. Sin embargo, pienso que no será posible en
Europa; también pienso que en otros países se está gestando el deseo de
un nuevo Auschwitz, simplemente les faltan los recursos.
¿La idea no ha muerto?
Ciertamente no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente. Todo
reaparece bajo nuevas formas, pero nada muere por completo.
¿Pero las formas sí cambian?
Las formas cambian, sí; las formas son importantes.
¿Piensa usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad del
hombre?
¡Desde luego que sí! ¡Y de qué manera! Me atrevería incluso a decir que
lo característico del Lager nazi –no sabría decir en el caso de los otros
porque no los conozco, quizás los campos rusos son distintos– es la reducción
a la nada de la personalidad del hombre, tanto interiormente como exteriormente,
y no sólo la del prisionero sino también la del guarda del Lager, él también
pierde su humanidad; sus rutas divergen, pero el resultado es el mismo.
Pienso que son pocos los que tuvieron la suerte de no perder su conciencia
durante la reclusión; algunos tomaron conciencia de su experiencia a posteriori,
pero mientras la vivían no eran conscientes. Muchos la olvidaron, no la
registraron en su mente, nada se imprimió en la cinta de su memoria, diría
yo. Sí, todos sufrían substancialmente una profunda modificación de su personalidad,
sobre todo una atenuación de la sensibilidad en lo relacionado con los recuerdos
del hogar, la memoria familiar; todo eso pasaba a un segundo plano ante
las necesidades imperiosas, el hambre, la necesidad de defenderse del frío,
defenderse de los golpes, resistir a la fatiga. Todo ello propiciaba condiciones
que pueden calificarse de animales, como las de bestias de carga. Es interesante
observar cómo esas condiciones animales se reflejaban en el lenguaje. En
alemán hay dos verbos para "comer": el primero es "essen", que designa el
acto de comer en el hombre, y está "fressen", que designa el acto en el
animal. Se dice de un caballo que "frisst" y no que "isst"; un caballo zampa,
en suma, un gato también. En el Lager, sin que nadie lo decidiera, el verbo
para comer era "fressen" y no "essen", como si la percepción de una regresión
a la condición de animal se hubiera extendido entre todos nosotros.
Ha concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le
vienen a la mente?
Muchas, en realidad. Sobre todo una: me incomoda que los polacos, el gobierno
polaco, se hayan apoderado de Auschwitz, que lo hayan convertido en el lugar
del martirio de la nación polaca. En verdad eso fue cierto, al menos durante
los primeros años, en 1941 y 1942. Pero después de esa fecha, con la apertura
del Lager de Birkenau, y sobre todo cuando entraron en funcionamiento las
cámaras de gas y los hornos crematorios, se convirtió ante todo en el instrumento
de la destrucción del pueblo judío. Nadie puede negar esto. Hemos podido
verlo: hay también el bloque-museo de los judíos, los italianos, los franceses,
los holandeses, etc. Pero hay en Auschwitz este hecho capital: que la gran
mayoría de las víctimas fueron judíos, una parte sólo de las cuales eran
judíos polacos. No es que se niegue esta realidad, sino que apenas es evocada.
¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar Auschwitz
cuanto antes?
Hay indicios que permiten pensar que quieren olvidar o algo peor: negar.
Es muy significativo: quien niega Auschwitz es precisamente quien estaría
dispuesto a volver a hacerlo.
Traducción del italiano: Ana Nuño
Fuente: www.ddooss.org
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Reseña
"Algunos de mis amigos, amigos muy queridos, no hablan nunca de Auschwitz
[…] Otras personas, en cambio, hablan de Auschwitz incesantemente, y yo
soy una de ellas […] después empecé a escribir a máquina por la noche… escribía
todas las noches lo cual era considerado algo todavía más insensato". Primo
Levi "escribe aquello que no sabría decir a nadie", y el texto, inicialmente
esbozado durante el cautiverio -cuya misma conservación hacía peligrar la
vida del autor de ser descubierto- plasma la existencia en los Lager con
una concisión estremecedora. Estructurado en 17 capítulos, el libro es la
crónica del horror cotidiano, de las privaciones como estado habitual, de
la triste espera de la nada arraigada en una iniquidad sin estridencias.
Más allá de las propias reflexiones, Levi presta especial atención al comportamiento
de los otros prisioneros, ocupados también en sobrevivir un día más, y otro
y otro. Todos conviven en una inercia dolorosa y absurda con la tentación
de la inactividad como antesala de la muerte; la muerte es una presencia
constante, a menudo indiferente, corolario de una cotidianidad regida por
un sistema de irracionales normas no escritas. Como advierte Levi, muy pronto
los prisioneros son convertidos en "peleles miserables y sórdidos", y más
bajo no se podía llegar.
La edición que se presenta se completa con un texto incorporado en 1976,
como apéndice para la edición escolar de la obra, en que Levi persigue responder
a las preguntas que constantemente le hacían los lectores estudiantes, y
en gran medida, también los adultos.
Decía Juan Gelman: "quién sabe si existe otro escritor sobreviviente de
los campos de la muerte que haya narrado lo inenarrable con tanta lucidez,
economía de medios y agudeza sostenidas a lo largo de 40 años. Siempre se
ha exaltado su visión del infierno concentracionario por exenta de insultos,
lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un estilo analítico, meticuloso,
clarificador, como guiado por la técnica brechtiana del distanciamiento.
Desconfiaba de quienes practican la profecía y de quienes levantan el dedo
en posición de víctima. "No soy nada de eso", dijo alguna vez". Lo ha refrendado
Levi en el propio texto, cuando reconoce que "para escribir este libro he
usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje
de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador […] Vosotros sois los
jueces".
En su presentación casi científica de los hechos -él era químico de profesión-, el autor aúna la sobriedad de los datos obtenidos desde la experiencia con la severidad de las afirmaciones y logra mucho más que un testimonio irremplazable. Su fuerza radica, probablemente, en su curiosidad frente al alma humana, y en su convicción de que es necesario recordar ese pasado como un presente duradero, porque "no podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también. Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos". Sin duda los lectores del Corriere de la Sera compartían su opinión cuando consideraron Si esto es un hombre la obra más importante del siglo XX.
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Primo
Levi: una reflexión que nos incluye
Por María Luján Leiva
Primo Levi nació el 31 de julio en Turín (Italia) en 1917, en las postrimerías
de la Gran Guerra de tan funestas consecuencias para Europa. Nació en el
triángulo productivo de Italia, en la ciudad de la Fiat, pero también la
ciudad de los obreros metalúrgicos, de las ocupaciones de fábricas, del
Bienio Rojo (1919-1921) y donde Antonio Gramsci fundara "L'Ordine Nuovo"
en 1919 y Piero Gobetti el grupo de "La Rivoluzione Liberale"..
La niñez de Primo Levi estuvo ,entonces, atravesada por un lustro histórico
de ardientes discusiones políticas en Italia , de luchas obreras, del ascenso
del fascismo paralelo a las divisiones entre los partidos de izquierda y
los liberales..
El fascismo justificaría su conquista armada del poder político - con la
complicidad de la monarquía de los Saboya- por la necesidad de restaurar
la ley ,el Estado y salvar la economía italiana y al mundo de las finanzas
de lo que calificaba su ruina..
En realidad el fascismo dividió a la nación italiana en dominadores y súbditos;
condenó a muerte o al exilio, a la cárcel, al domicilio forzado en islas
o en parajes alejados, a sus opositores, fueran estos escritores, hombres
y mujeres políticos, dirigentes sindicales, pertenecientes al amplio arco
antifascista que abarcaba desde el liberalismo, al socialismo reformista,
el comunismo y el anarquismo..
El asesinato del diputado Giacomo Matteotti, de Giovanni Amendola y de Piero
Gobetti en mano de ls escuadras fascistas debieron sacudir la sensibilidad
y el sentido de justicia y de moral del niño Primo Levi, perteneciente a
una familia de la liberal comunidad judía de Turín..
Porqué esta introducción de historia fáctica, de historia política ? Porque
leyendo una y otra vez a Primo Levi, adentrándome en su obra literaria ,indagando
en el idioma italiano que utiliza, emocionándome y a la vez discutiendo
sus posiciones, he ido recreando el medio en que vivió -cercano a mí como
experiencia de estudio..
Porque considero que Primo Levi, hombre y escritor, excede su axial experiencia
del Lager..
Su obra literaria, su testimonio de la barbarie nazi, es precisamente trascendente
y humanamente inclusiva por la vocación antifascista de Primo Levi. Su voz
no se eleva en defensa de las identidades de grupo, no es la exclusiva defensa
de las víctimas del nazismo alemán..
Antifascista consciente, riguroso, comprometido..
Sus libros sobre el tema del Lager, "Se questo é un uomo", "La Tregua ",
"Los hundidos y los salvados" alcanzan el nivel de la grandeza porque son
el resultado de un esfuerzo del conocimiento sobre un período histórico
unido a las virtudes excelentes del oficio de escritor. Porque su literatura
está recorrida en toda su extensión por un empeño ético y político..
Primo Levi, habitado por la urgencia de contar, de dar testimonio, escribe
y publica "Si esto es un hombre" en la inmediata postguerra, en la pequeña
editorial De Silva . Levi intenta la superación del trauma y la humillación
a través de la palabra escrita y de la construcción dolorosa y sincera de
una visión coherente de la historia. El libro pasa bastante desapercibido
y recién es reeditado once años más tarde, en 1958, por la Editorial Einaudi..
Como a los exiliados antifascistas que retornaban de Francia, Inglaterra,
Argentina o Bélgica, como a los partisanos que volvían a la vida normal
y familiar, a los sobrevivientes del Lager la reinserción les resultaría
difícil. Una sociedad que quería olvidar, aunque estuviera rodeada de destrucción
y de la ausencia de sus muertos. Una Italia empobrecida y hambreada negociaba
su supervivencia. Una Italia calma y beata se abría paso despúes de la guerra
y relegaba al sótano los sueños de la Resistencia..
Primo Levi puso en práctica entonces una resistencia interna, siguió escribiendo
sin publicar y trabajando como químico en una fábrica de pinturas de Turín.
Hombre sencillo, metódico , de conmovedora humildad y timidez en el trato,
la escritura fue su segundo oficio. Continuó leyendo , estudiando para conocer,
para entender, no para justificar..
Esperó los tiempos más abiertos de la décadas del sesenta y del setenta
, particularmente creativos -aunque también turbulentos- en Italia en lo
cultural, lo social y en lo político para hacerse nuevamente visible en
el mundo literario y más audible su voz como personaje público..
Primo Levi recibió el Premio Campiello en 1963 por La Tregua, luego el Premio
Strega en 1978 y en 1982 el Premio Campiello por segunda vez. Es honrado
con el Premio Viareggio en 1982 por su novela "Si ahora no , cuándo?". Todos
premios de prestigio en el ámbito de las letras italianas y europeas..
La voz de este gran escritor de compromiso antirracista y antifascista comienza
a ser reconocida en Italia, en Europa y en los Estados Unidos en los tardíos
años sesenta. Su voz deviene hoy, actual, necesaria, ante el racismo de
crisis, el racismo cultural y antiinmigratorio que nos amenaza. Primo Levi
advertía que "La sociedad donde se niega la igualdad de los hombres va hacia
un sistema concentracionista", de apartheid..
Su pensamiento no pierde vigencia. Se vuelven a reeditar sus libros , a
reproducir las entrevistas a Primo Levi en 1992 cuando Italia se siente
preocupada por los fenómenos de intolerancia antisemita en Roma y con respecto
a los inmigrantes "extracomunitarios". Porque Primo Levi analiza , documenta,
testimonia la esencia y la estrategia del racismo y el nazismo..
La especificidad del horror nazi es el propósito de borrar pueblos y culturas
enteras. La estrategia del nazismo y del racismo es lograr que el oprimido
acepte la legitimidad del dominio y de la opresión, introyecte la inferioridad,
la nulidad que el opresor le atribuye. El nazismo y el racismo buscan la
fractura del ser, el quiebre personal. Van más allá de la exigencia de cegueras
y silencios en pos de la sobrevivencia. Exigen y pretenden la aniquilación
existencial..
Primo Levi es un referente ético y un pensador crítico..
Medita, dialoga, discute sobre temas de no fácil resolución, que exigen
rigurosidad de pensamiento, superación de contradicciones y de intereses
individuales y sectoriales..
Primo Levi debate sobre el "perdón" a los culpables. Levi no exculpa a los
responsables, rechaza de plano la obediencia debida, aunque reconozca las
zonas grises. Levi no acepta la coartada de la ignorancia por parte de amplios
sectores de la sociedad de los horrores del nazismo, censura el facilismo
de refugiarse -antes y después- en la comodidad del no saber, que exorciza
la angustia y es el reaseguro del no compromiso..
Primo Levi no banaliza. Señala, acusa, responsabiliza, estudia, conoce..
Primo Levi exige conocer y se exige conocer. Conocer significa no sólo indagar
en la memoria de víctimas y victimarios, en los recuerdos, sino exigir los
documentos, descubrir las redes de complicidad, develar el sistema educativo,
las redes bancarias, los compromisos de las altas esferas internacionales..
Sin embargo para Levi, como para las personas honestas, el nazismo tiene
algo de inexplicable en su ignominia, "[P]ero en el odio nazi no hay racionalidad:
es un odio que no está en nosotros, está afuera del hombre, es un fruto
venenoso nacido del tronco funesto del fascismo pero está afuera y más allá
del mismo fascismo" . El nazismo está más allá de nosotros en su paroxismo,
en su vileza, en su servilismo. "No me parece lícito explicar un fenómeno
revirtiendo la culpa sobre un individuo (!los ejecutores de las órdenes
no son inocentes!"..
Entre los personajes de la obra de Primo Levi hay uno que parece ser el
ideal humano del escritor. Ideal por las virtudes humanas que lo singularizan
,aunque personaje real, histórico. Se trata de Alberto, el compañero muerto
en el Lager de Auschwitz, con cualidades humanas quizás no difíciles de
encontrar ni heroicas, aunque subvaluadas y amenazadas en el mundo de la
prepotencia, la hipocresía y el desinterés por la suerte de los otros. Las
cualidades de Alberto eran ser "fuerte" y "manso", el requisito personal
de la resistencia a lo que Levi llama -en magnífica metáfora- "las armas
de la noche"..
Es la victoria de lo humano que permite la esperanza, que no le da la victoria
definitiva ni plena al racismo, al oprobio, al colonialismo, o a la humillación..
Porque la recuperación de la humanidad de los prisioneros de Auschwitz -la
inhumanidad del sistema nazi se contagiaba también a los prisioneros- se
da ,como lo escribe Levi, con la recuperación de la solidaridad..
El mensaje de Primo Levi es de coraje , de honestidad, de denuncia del fascismo
y del nazismo de la Segunda Guerra y del nazismo infiltrado en el mundo
de la postguerra. Levi denuncia el nazismo de Treblinka, Dachau y de Auschwitz,
pero también -con fuerza y dolor- las crueldades del ejercito francés durante
la guerra de liberación del pueblo argelino, la crueldad americana de los
bombardeos sobre los vietnamitas y la responsabilidad del gobierno israelí
en la masacre de los refugiados palestinos de Sabra y Chatila (Líbano) en
1982..
Las palabras finales de esta entrevista que Primo Levi se hace a sí mismo
y que aquí presentamos , son su legado en primera persona y señalan el pivote
de la resistencia humana ante el naufragio, la crisis de valores, las guerras,
la opresión, "reconocer siempre, incluso en los días más obscuros, en mis
compañeros y en mí mismo los hombres y no las cosas"..
Primo Levi se suicida en su casa de Turin en la primavera boreal de 1987.
Un año antes había escrito "I sommersi e I salvati" , obra de reflexión
y de reacción ante el negacionismo, la ahistoricidad y la superficialidad
de la década..
La agonía de las horas inciertas , [Since then, at an uncertain hour, that
agony returns...S.T.Coleridge] lo asaltó y puso fin a su vida. Mas sus escritos
, su legado de análisis y rescate de la dignidad humana le han dado sentido
a su muerte como lo hicieron con su vida de sobreviviente del genocidio..
Prólogo a Primo Levi, Entrevista a sí mismo
Buenos Aires, Ed. Leviatán, 2002
Fuente: Rebelión, 11 de abril del 2003
Primo
Levi, Auschwitz: adentro era el infierno, afuera no es el paraíso
Por Marcos Winocur*
Todavía estaba lejos la primavera cuando los prisioneros de Auschwitz la
vivieron anticipadamente: el 27 de enero de 1945 era liberado el mayor campo
de exterminio nazi, levantado en la Polonia ocupada. Aquellas primeras horas
sin embargo no fueron de júbilo, pocos daban crédito a lo que veían. Los
soldados rusos, camino de Berlín, ante un espectáculo de pesadilla. Los
prisioneros ante ¡las puertas abiertas! No se había cumplido el vaticinio
de los carceleros: “de aquí sólo se sale por las chimeneas”. No por cierto
las de Papá Noel, sino de los hornos crematorios.
Primo Levi, el escritor italiano, estuvo entre los prisioneros de Auschwitz,
sobrevivió y suyo es uno de los más lúcidos testimonios que se integran
al proceso al nazismo, el cual no se ha cerrado. Han pasado décadas y todavía
nos interrogamos sobre sus causas, queremos prever no se repitan. Pero algo
se anticipa a lo reflexivo, nubla la vista y el entendimiento, y es la naturaleza
del hecho:los planes de exterminio formulados y puestos en práctica, ese
genocidio industrial, sí ocurrió: entonces el espíritu más firme trastabilla,
y pareciera que todo está perdido, “todo es una mierda”, dicho sea en expresivo
lenguaje popular.
Theodor Adorno nos ha interrogado a todos: "después" de Auschwitz ¿puede
alguien escribir poesía? Incluso más: ¿puede alguien continuar disfrutando
de la vida? Y sin embargo, "durante" Auschwitz hubo el prisionero que sigilosamente
escribió unas líneas de poesía sobre una pared de las barracas. Por su parte,
Víctor Frankl, otro de los sobrevivientes de ese campo, viene en auxilio:
"hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Tanto ha inventado
las cámaras de gas como ha entrado en ellas con la cabeza erguida y el padrenuestro
o el Œshema yisrael‚ en sus labios." Sí, ocurrió el genocidio industrial,
el de las fábricas de la muerte, pero no todo está perdido. Claro, igual
nos gana la repugnancia ante el hombre verdugo del hombre, y dejamos caer
los brazos. Y más de cuatro décadas después de su liberación, llegó un día
así para Primo Levi, ya anciano: todo es visto como un abismo abierto a
nuestros pies, y ése fue el hueco de las escaleras por donde se arrojó,
esta vez contradiciendo la primavera, un 11 de abril de 1987.
Fue una malísima noticia. Veíamos en el escritor italiano de origen judío,
miembro de la resistencia antifascista, sobreviviente del horror, testigo
al principio no escuchado y finalmente premio Strega, veíamos en Primo Levi
un símbolo de la vida triunfando. La noticia de su suicidio nos cayó muy
mal. Pero no tenemos derecho a reprocharle nada. Había cumplido con su misión
de denuncia, en adelante su vida le pertenecía. Los verdugos no se cobraban
una victoria póstuma, ya habían sido derrotados por la pluma del escritor.
Porque el gran combate es contra el olvido, y a él he querido sumarme evocando
a Primo Levi.
Y bien, Auschwitz, años cuarenta, en curso la II Guerra Mundial. Dentro
del campo, la esperanza estaba puesta en el avance de las tropas aliadas.
Mientras tanto, el hambre era la rutina diaria. En ocasiones cedía el primer
lugar al frío, y la primavera resultaba tan ansiada como el alimento. Primo
Levi recuerda un día, un "día feliz" para un grupo de prisioneros. Era el
invierno y el sol entibiaba más que de costumbre, y por un azar les llegó
suficiente comida. Volaron por un momento los pensamientos lejos, la libertad,
el regreso al hogar... ¡cuidado! los sueños estaban prohibidos en Auschwitz
por salud mental, acababan haciendo daño, pero la voluntad no pudo acallarlos
ese día y renació la esperanza de salir por las puertas, no por las chimenas.
Los esclavos recobraron la calidad humana, pudimos ser -apunta Levi- "desdichados
a la manera de los hombres libres". Es curioso que diga "desdichados" y
no "dichosos". El autor es y será escéptico toda su vida. Joven de veinticuatro
años, está encerrado en el campo del horror y sólo de milagro saldrá por
las puertas. Tan anheladas, no se engaña: una vez traspuestas, afuera no
le aguarda la felicidad, más bien una desdicha de otro tipo. Infinitamente
menor, cubre -nada menos- la distancia que va de lo subhumano a lo humano.
Y a pesar de esa brutal diferencia, Levi no se hace ilusiones: si dentro
del campo es el infierno, fuera no es el paraíso. Y la prueba: allí, desde
el mundo de "los hombres libres", se planeó y ejecutó el holocausto, hubo
mentes capaces de ello, y siguieron activas más allá de las alambradas y
hasta el fin de la guerra.
Ya liberado, de regreso con los suyos, Levi nos cuenta cómo una pesadilla
recurrente no lo deja en paz. Está otra vez en Auschwitz y alcanza a ver
lo de fuera, el movimiento familiar dentro del hogar, las flores de los
jardines, los amigos reunidos en la cafetería de siempre, pero siente que
todo eso es irreal, un engaño de los sentidos, un espejismo, un sueño, un
sueño, no hay fuera ni dentro, Auschwitz ha copado el mundo y en realidad
él nunca ha salido del campo... es cuando vuelve a oír la voz del "kapo:
¡levantarse!" Despierta, no es cierto, eso quedó atrás, pero teme volver
a dormirse. Y las preguntas asaltan su razón. ¿Otra vez habrá campos de
exterminio? ¿O ya no serán necesarios, las armas de destrucción masiva harán
sus veces? Otras mentes ¿abrigan hoy esos planes? ¿Habrá sido vano mi testimonio?
Y un día su razón, así agobiada, después de cortar un tratamiento con antidepresivos,
no es capaz de frenar el impulso y se arroja al vacío. A pesar de todo,
de este final de su vida, unas chimeneas se han impuesto a las otras. Las
que baja Papá Noel cargado de regalos mientras el trineo lo espera en la
calle, ésas continúan abiertas al paso e invitan a la fraternidad navideña.
Las otras, desde el museo en que se ha convertido Auschwitz, se suman a
la prédica de los sobrevivientes, y dicen: nunca más el nazismo.
Lejos ya de las pesadillas y de los recuerdos envenenados, descanse en paz
Primo Levi, misión cumplida.
*Marcos Winocur
Nace en Córdoba, Argentina, reside en Puebla, México.
Publicó un libro sobre temática latinoamericana (serie general, N.43, Crítica/Mondadori,
reeditado en Francia, Hachette -bajo forma de microfichas- y en Argentina,
México y Chile).
En París, se doctoró en Historia, fue alumno de Braudel, Vilar y Romano
(EPHE).
Es investigador en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la
BUAP. (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla)
SI ESTO ES UN HOMBRE (FRAGMENTO)
Título original: Se questo é
un uomo
© Giulio Einaudi Editore Torino 1958, 1976
Primera edición en esta colección: enero de 2002
Segunda edición: mayo de 2002
© de la traducción: Pilar Gómez Bedate 1987
© de esta edición: Muchnik Editores, S.A. Peu de la Creu 4, 08001 Barcelona
ISBN: 84–7669–525–x
Depósito legal: B.24.799–2002
ÍNDICE
EL VIAJE 6
EN EL FONDO 11
LA INICIACIÓN 20
KA–BE 23
NUESTRAS NOCHES 31
EL TRABAJO 36
UN DÍA BUENO 40
MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL 44
LOS HUNDIDOS Y LOS SALVADOS 49
EXAMEN DE QUÍMICA 57
EL CANTO DE ULISES 61
LOS ACONTECIMIENTOS DEL VERANO 65
OCTUBRE DE 1944 69
KRAUS 73
DIE DREI LEUTE VOM LABOR 76
EL ÚLTIMO 81
HISTORIA DE DIEZ DÍAS 85
APÉNDICE DE 1976 98
Presentación
Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, y después de
que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente
de mano de obra, prolongar la media de vida de los prisioneros que iba a
eliminar concediéndoles mejoras notables en el tenor de vida y suspendiendo
temporalmente las matanzas dejadas a merced de particulares.
Por ello, este libro mío, por lo que se refiere a detalles atroces, no añade
nada a lo ya sabido por los lectores de todo el mundo sobre el inquietante
asunto de los campos de destrucción. No lo he escrito con la intención de
formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para
un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana. Habrá muchos, individuos
o pueblos, que piensen más o menos conscientemente, que “todo extranjero
es un enemigo”. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo
de las almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes
e incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento. Pero
cuando éste llega, cuando el dogma inexpresado se convierte en la premisa
mayor de un silogismo, entonces, al final de la cadena está el Lager: Él
es producto de un concepto de mundo llevado a sus últimas consecuencias
con una coherencia rigurosa: mientras el concepto subsiste las consecuencias
nos amenazan. La historia de los campos de destrucción debería ser entendida
por todos como una siniestra señal de peligro.
Me doy cuenta, y pido indulgencia por ellos, de los defectos estructurales
del libro. Si no en acto, sí en la intención y en su concepción, nació en
los días del Lager. La necesidad de hablar a “los demás”, de hacer que “los
demás” supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación
y después de ella, el carácter de un impulso inmediato y violento, hasta
el punto de que rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales;
este libro lo escribí para satisfacer esta necesidad, en primer lugar, por
lo tanto, como una liberación interior. De aquí su carácter fragmentario:
sus capítulos han sido escritos no en una sucesión lógica sino por su orden
de urgencia. El trabajo de empalmarlos y de fundirlos lo he hecho según
un plan posterior.
Me parece superfluo añadir que ninguno de los datos ha sido inventado.
PRIMO LEVI
Si esto es un hombre
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
El viaje
Me había capturado la Milicia fascista el 13 de diciembre de 1943. Tenía
veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia, y una inclinación decidida,
favorecida por el régimen de segregación al que estaba reducido desde hacía
cuatro años por las leyes raciales, a vivir en un mundo poco real, poblado
por educados fantasmas cartesianos, sinceras amistades masculinas y lánguidas
amistades femeninas. Cultivaba un sentido de la rebelión moderado y abstracto.
No me había sido fácil elegir el camino del monte y contribuir a poner en
pie todo lo que, en mi opinión y en la de otros amigos no mucho más expertos,
habría podido convertirse en una banda de partisanos afiliada a "Justicia
y Libertad". No teníamos contactos, armas, dinero ni experiencia para procurárnoslos;
nos faltaban hombres capaces y estábamos agobiados por un montón de gente
que no servía para el caso, de buena fe o de mala, que subía de la llanura
en busca de una organización inexistente, de jefes, de armas o también únicamente
de protección, de un escondrijo, de una hoguera, de un par de zapatos.
En aquel tiempo todavía no me había sido predicada la doctrina que tendría
que aprender más tarde y rápidamente en el Lager, según la cual el primer
oficio de un hombre es perseguir sus propios fines por medios adecuados,
y quien se equivoca lo paga, por lo que no puedo sino considerar justo el
sucesivo desarrollo de los acontecimientos. Tres centurias de la Milicia
que habían salido en plena noche para sorprender a otra banda, mucho más
potente y peligrosa que nosotros, que se ocultaba en el valle contiguo,
irrumpieron, en una espectral alba de nieve, en nuestro refugio y me llevaron
al valle como sospechoso.
En los interrogatorios que siguieron preferí declarar mi condición de "ciudadano
italiano de raza judía" porque pensaba que no habría podido justificar de
otra manera mi presencia en aquellos lugares, demasiado apartados incluso
para un "fugitivo", y juzgué (mal, como se vio después) que admitir mi actividad
política habría supuesto la tortura y una muerte cierta. Como judío me enviaron
a Fossoli, cerca de Módena, donde en un vasto campo de concentración, antes
destinado a los prisioneros de guerra ingleses y americanos, se estaba recogiendo
a los pertenecientes a las numerosas categorías de personas no gratas al
reciente gobierno fascista republicano.
En el momento de mi llegada, es decir a finales de enero de 1944, los judíos
italianos en el campo eran unos ciento cincuenta pero, pocas semanas más
tarde, su número llegaba a más de seiscientos. En la mayor parte de los
casos se trataba de familias enteras, capturadas por los fascistas o por
los nazis por su imprudencia o como consecuencia de una delación. Unos pocos
se habían entregado espontáneamente, bien porque estaban desesperados de
la vida de prófugos, bien porque no tenían medios de subsistencia o bien
por no separarse de algún pariente capturado; o también, absurdamente, para
"legalizarse". Había, además, un centenar de militares yugoslavos internados,
y algunos otros extranjeros considerados políticamente sospechosos.
La llegada de una pequeña sección de las SS alemanas habría debido levantar
sospechas incluso a los más optimistas, pero se llegó a interpretar de maneras
diversas aquella novedad sin extraer la consecuencia más obvia, de manera
que, a pesar de todo, el anuncio de la deportación encontró los ánimos desprevenidos.
El día 20 de febrero los alemanes habían inspeccionado el campo con cuidado,
habían hecho reconvenciones públicas y vehementes al comisario italiano
por la defectuosa organización del servicio de cocina y por la escasa cantidad
de leña distribuida para la calefacción; habían incluso dicho que pronto
iba a empezar a funcionar una enfermería. Pero la mañana del 21 se supo
que al día siguiente los judíos iban a irse de allí. Todos, sin excepción.
También los niños, también los viejos, también los enfermos. A dónde iban,
no se sabía. Había que prepararse para quince días de viaje. Por cada uno
que dejase de presentarse se fusilaría a diez.
Sólo una minoría de ingenuos y de ilusos se obstinó en la esperanza: nosotros
habíamos hablado largamente con los prófugos polacos y croatas, y sabíamos
lo que quería decir salir de allí. Para los condenados a muerte la tradición
prescribe un ceremonial austero, apto para poner en evidencia cómo toda
pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia no representa
sino un triste deber hacia la sociedad, tal que puede ser acompañado por
compasión hacia la víctima de parte del mismo ajusticiador. Por ello se
le evita al condenado cualquier preocupación exterior, se le concede la
soledad y, si lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen,
que no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la
justicia y, junto con el castigo, el perdón.
Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos demasiados, y había
poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados?
El comisario italiano dispuso, en fin, que todos los servicios siguieran
cumpliéndose hasta el aviso definitivo; así, la cocina siguió funcionando,
los encargados de la limpieza trabajaron como de costumbre, y hasta los
maestros y profesores de la pequeña escuela dieron por la tarde su clase
como todos los días. Pero aquella tarde a los niños no se les puso ninguna
tarea. Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos
no habrían podido contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello,
ninguno de los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo el ánimo de venir
a ver lo que hacen los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron,
otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión
nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida
para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer
las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta
a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas,
ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que
los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen
a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?
En
la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y sus numerosos hijos
y los nietos y los yernos y sus industriosas nueras. Todos los hombres eran
leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos desplazamientos,
y siempre se habían llevado consigo los instrumentos de su oficio, y la
batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para tocar y bailar después
de la jornada de trabajo, porque eran gente alegre y piadosa.
Sus mujeres fueron las primeras en despachar los preparativos del viaje,
silenciosas y rápidas para que quedase tiempo para el duelo; y cuando todo
estuvo preparado, el pan cocido, los hatos hechos, entonces se descalzaron,
se soltaron los cabellos y pusieron en el suelo las velas fúnebres, y las
encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se sentaron en el suelo
en corro para lamentarse, y durante toda la noche lloraron y rezaron.
Muchos de nosotros nos paramos a su puerta y sentimos que descendía en nuestras
almas, fresco en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra,
el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo.
El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se aliase con
los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos sentimientos que nos
agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de abandono
religioso, de miedo, de desesperación, desembocaban, después de la noche
de insomnio, en una incontrolable locura colectiva. El tiempo de meditar,
el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y cualquier intento de
razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos del cual, dolorosos como
tajos de una espada, emergían en relámpagos, tan cercanos todavía en el
tiempo y el espacio, los buenos recuerdos de nuestras casas.
Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no quede
el recuerdo.
Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos,
los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?, preguntó el alférez;
y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó que las "piezas" eran
seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron
en las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos esperaba
el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los primeros golpes:
y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni
en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear
sin cólera a un hombre?
Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos
sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros
ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes,
los que no vuelven, aquéllos de los cuales, temblando y siempre un poco
incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así,
punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro
hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas,
en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo.
Esta vez, dentro íbamos nosotros.
Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es
posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que
lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen
a la realización de uno y otro estado limite son de la misma naturaleza:
se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud.
Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro;
y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana.
Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone limite a cualquier gozo,
pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones
materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la
misma manera apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que
nos oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su
conciencia.
Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos mantuvo
a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No
el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son pocos los hombres
capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad más
común.
Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha
hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino.
Auschwitz: un nombre carente de cualquier significado entonces para nosotros
pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo.
El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla
veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los últimos
nombres de las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce del segundo
día y todos se pusieron en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en
el corazón el pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente
cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí otra vez, con
unas puertas abiertas por donde ninguno desearía huir, y los primeros nombres
italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel
triste polvo humano, podrían estar señalados por el destino.
Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto
a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.
Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces,
o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron
caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse
al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados del pecho,
gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el hambre,
el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios hacían menos penosos:
pero las noches eran una pesadilla interminable.
Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas
veces no aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar
y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente
por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados
a ciegas para defenderse contra cualquier contacto molesto e inevitable.
Entonces alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia,
tendido en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua,
torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas
súbitamente sofocadas por el cansancio.
Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas,
Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día
el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables pinares negros,
subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria,
las estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya,
durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos
ya "del otro lado". Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después
continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente,
de noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.
Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que
se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos
los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el
ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese
algo.
Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un
cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia
nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos
entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen.
Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida.
Ya no teníamos miedo.
Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad
resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes
cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto
andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares.
Luego, todo quedó de nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que bajar
con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un momento el andén estuvo hormigueante
de sombras: pero teníamos miedo de romper el silencio, todos se agitaban
en torno a los equipajes, se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente,
a media voz.
Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas
abiertas. En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en
voz baja, con rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente,
uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. "¿Cuántos
años? ¿sano o enfermo?" y según la respuesta nos señalaban dos direcciones
diferentes.
Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de
los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias.
Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar
por las maletas: contestaron: "maletas después"; otro no quería separarse
de su mujer: dijeron "después otra vez juntos"; muchas madres no querían
separarse de sus hijos: dijeron "bien, bien, quedarse con hijo". Siempre
con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos los
días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca,
que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo tumbaron en
tierra; era su oficio de cada día.
En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos
en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los
viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó,
pura y simplemente. Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria
se había decidido de todos y cada uno de nosotros si podía o no trabajar
útilmente para el Reich; sabemos que en los campos de Buna–Monowitz y Birkenau
no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve
mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba
vivo dos días más tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre
se siguió este sistema de discriminación entre útiles e improductivos y
que más tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los
dos portones de los vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados.
Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy;
los otros iban a las cámaras de gas.
Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía
clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos.
Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa,
ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón
atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc,
en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en
sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte.
Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros
padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un
poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del andén,
uego
ya no vimos nada.
Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños
individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado,
la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la
cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que
aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un
amplio círculo alrededor de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron
a afanarse con nuestros equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.
Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco,
pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba.
Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así.
Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el
autocar arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía
ver nada afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía muchas
curvas y cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera? Demasiado
tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia "abajo". Por otra parte, nos habíamos
dado cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos una extraña escolta.
Era un soldado alemán erizado de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad
total, pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del vehículo
nos arroja a todos en un montón a la derecha o a la izquierda. Enciende
una linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos "Ay de vosotras, almas
depravadas" nos pregunta cortésmente a uno por uno, en alemán y en lengua
franca, si tenemos dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer
falta para nada. No es una orden, esto no está en el reglamento: bien se
ve que es una pequeña iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos
suscita cólera y risa, y una extraña sensación de alivio.
En el fondo
El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y
vimos una gran puerta, y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo
todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace libres.
Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente templada.
¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los radiadores nos enfurecía:
hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un grifo: encima un cartel donde
dice que está prohibido beber porque el agua está envenenada. Estupideces,
a mí me parece evidente que el cartel es una burla, "ellos" saben que nos
morimos de sed y nos meten en una sala, y hay allí un grifo, y Wassertrinken
verbotten. Yo bebo, e incito a mis compañeros a hacerlo, pero tengo que
escupir, el agua está tibia y dulzona, huele a ciénaga.
Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe de ser así,
una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y
hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente
terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar?
No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el
suelo. El tiempo trascurre gota a gota.
No estamos muertos; la puerta se ha abierto y ha entrado un SS, está fumando.
Nos mira sin prisa, pregunta, Wer kann Deutsch?, se adelanta de entre nosotros
uno que no he visto nunca, se llama Flesch; él va a ser nuestro intérprete.
El SS habla largamente, calmosamente: el intérprete traduce. Tenemos que
ponernos en filas de cinco, separados dos metros uno de otro; luego tenemos
que desnudarnos y hacer un hato con las ropas de una manera determinada,
las cosas de lana por un lado y todo lo demás por otro, quitarnos los zapatos
pero tener mucho cuidado para que no nos los roben.
Robárnoslos ¿quién? ¿Por qué iban a querer robarnos los zapatos? ¿Y nuestros
documentos, lo poco que tenemos en los bolsillos, los relojes? Todos miramos
al intérprete, y el intérprete le preguntó al alemán, y el alemán fumaba
y lo miró de hito en hito como si fuese transparente, como si no hubiese
dicho nada.
Nunca habíamos visto a viejos desnudos. El señor Bergmann llevaba un cinturón
de herniado y le preguntó al intérprete si tenía que quitárselo, y el intérprete
se quedó dudando. Pero el alemán lo entendió y habló seriamente al intérprete
señalando a algunos; vimos que el intérprete tragaba saliva, y después dijo:
–El alférez dice que se quite el cinturón y que le darán el del señor Coen.
Se veían las palabras salir amargamente de la boca de Flesch, era su modo
de reírse del alemán.
Luego llegó otro alemán, y dijo que pusiésemos los zapatos en una esquina,
y los pusimos, porque ya no hay nada que hacer y nos sentimos fuera del
mundo y lo único que nos queda es obedecer. Llega uno con una escoba y barre
todos los zapatos, fuera de la puerta, en un montón. Está loco, los mezcla
todos, noventa y seis pares, estarán desparejados. La puerta da al exterior,
entra un viento helado y nosotros estamos desnudos, y nos cubrimos el vientre
con las manos. El viento golpea y cierra la puerta; el alemán vuelve a abrirla
y se queda mirando con aire absorto cómo nos contorsionamos para protegernos
del viento los unos tras de los otros; luego se va y cierra.
Ahora
es el segundo acto. Entran violentamente cuatro con navajas de afeitar,
brochas y maquinillas rapadoras, llevan pantalones y chaquetas a rayas,
un número cosido sobre el pecho; tal vez son de la misma clase que aquellos
otros de esta tarde (¿esta tarde o ayer por la tarde?); pero éstos están
robustos y floridos. Les hacemos muchas preguntas, pero ellos nos cogen
y en un momento nos encontramos pelados y rapados. ¡Qué caras de idiotas
tenemos sin pelo! Los cuatro hablan una lengua que no nos parece de este
mundo, es seguro que no es alemán porque yo el alemán lo entiendo un poco.
Por fin se abre otra puerta: y aquí estamos todos encerrados, desnudos,
tapados, de pie, con los pies metidos en el agua, es una sala de duchas.
Estamos solos, y poco a poco se nos pasa el estupor y nos ponemos a hablar,
y todos preguntan y ninguno contesta. Si estamos desnudos en una sala de
duchas quiere decir que vamos a ducharnos. Si vamos a ducharnos es porque
no nos van a matar todavía. Y entonces por qué nos hacen estar de pie, y
no nos dan de beber, y nadie nos explica nada, y no tenemos zapatos ni ropas
sino que estamos desnudos con los pies metidos en el agua, y hace frío y
hace cinco días que estamos viajando y ni siquiera podemos sentarnos.
¿Y nuestras mujeres?
El ingeniero Levi me pregunta si pienso que también nuestras mujeres estarán
así como nosotros en estos momentos, y que dónde estarán, y si podremos
volver a verlas. Le contesto que sí porque él está casado y tiene una niña;
naturalmente que las veremos. Pero ahora mi idea es que todo esto es un
gran montaje para reírse de nosotros y vilipendiarnos, y está claro que
luego van a matarnos, quien crea que va a vivir está loco, quiero decir
que se ha vuelto loco, yo no, yo me he dado cuenta de que pronto habremos
terminado, tal vez en esta misma sala, cuando se hayan aburrido de vernos
desnudos dando saltos primero con un pie y luego con el otro y tratando
de sentarnos en el suelo de vez en cuando, pero en el suelo hay tres dedos
de agua fría y no podemos sentarnos.
Andamos de arriba abajo, sin sentido, y hablamos, cada uno de nosotros hablamos
con todos los demás, hacemos un gran barullo. Se abre la puerta, entra un
alemán, es el alférez de antes; habla brevemente, el intérprete lo traduce.
–El alférez dice que tenéis que callaros porque esto no es una escuela rabínica.
Se ve que estas palabras no suyas, estas palabras malvadas le tuercen la
boca al salir, como si escupiese un bocado asqueroso. Le pedimos que le
pregunte lo que estamos esperando, cuánto tiempo vamos a estar aquí, qué
es de nuestras mujeres, todo: pero dice que no, que no quiere preguntárselo.
Este Flesch, que se pliega de muy mala gana a traducir al italiano las gélidas
frases alemanas, y no quiere traducir al alemán nuestras preguntas porque
sabe que es inútil, es un judío alemán de unos cincuenta años que tiene
en la cara una gran cicatriz de una herida que recibió luchando contra los
italianos en el Piave, Es un hombre cerrado y taciturno por quien experimento
un respeto instintivo porque noto que ha empezado a sufrir antes que nosotros.
El alemán se va y nosotros ahora estamos callados, aunque nos avergoncemos
un poco de estar callados. Era aún de noche, nos preguntábamos si veríamos
la luz del día. Otra vez se abrió la puerta, y entró uno vestido a rayas.
Era distinto de los otros, más viejo, con lentes, una cara más civilizada,
y era mucho menos robusto. Nos habló, y hablaba italiano.
Ya estamos cansados de asombrarnos. Nos parece que estamos asistiendo a
algún drama insensato, de esos dramas en los que aparecen en escena las
brujas, el Espíritu Santo y el demonio. Habla italiano mal, con mucho acento
extranjero. Ha hablado mucho tiempo, es muy cortés, trata de contestar todas
nuestras preguntas.
Estamos en Monowitz, cerca de Auschwitz, en la Alta Silesia; una región
habitada a la vez por alemanes y polacos. Este campo es un campo de trabajo,
en alemán se dice Arbeitslager todos los prisioneros (son cerca de diez
mil) trabajan en una fábrica de goma que se llama Buna, de manera que el
mismo campo se llama Buna.
Nos darán zapatos y ropa, no las nuestras: otros zapatos, otras ropas, como
los suyos. Ahora estamos desnudos porque van a ducharnos y a desinfectamos,
cosa que harán inmediatamente después de diana, porque en el campo no se
entra si no se está desinfectado.
Sí, tendremos que trabajar, todos aquí tienen que trabajar. Pero hay trabajos
y trabajos: él, por ejemplo, es médico, es un médico húngaro que ha estudiado
en Italia, es el dentista del Lager. Está en el Lager desde hace cuatro
años (no en éste, Buna sólo existe desde hace un año y medio) y, sin embargo,
lo podemos ver, está bien, no está demasiado delgado. ¿Por qué está en un
Lager? ¿Es judío como nosotros?
–No– dice sencillamente –yo soy un criminal.
Le hacemos muchas preguntas, él se ríe de vez en cuando, contesta a unas
y a otras no, se ve que evita ciertas cuestiones. De las mujeres no dice
nada: dice que están bien, que las veremos pronto, pero no dice cómo ni
dónde. En vez de eso nos cuenta otras cosas, extrañas y locas, puede que
él se esté burlando también de nosotros. Puede que esté loco: en el Lager
uno se vuelve loco. Dice que todos los domingos hay conciertos y partidos
de fútbol, dice que quien boxea bien puede llegar a ser cocinero. Dice que
quien trabaja bien gana buenos premios con los que puede comprarse tabaco
y jabón. Dice que realmente el agua no es potable y que en su lugar se distribuye
todos los días un sucedáneo de café, pero que generalmente nadie lo bebe
porque la sopa está tan aguada que satisface la sed. Le pedimos que nos
dé algo de beber y dice que no puede, que ha venido a vernos a escondidas,
saltándose la prohibición de los SS porque todavía estamos sin desinfectar,
y que tiene que irse en seguida; ha venido porque los italianos le son simpáticos
y porque, según dice, "tiene el corazón blando". Le preguntamos entonces
si hay más italianos en el campo y dice que hay algunos, pocos, no sabe
cuántos, y luego súbitamente cambia de conversación. Mientras tanto ha sonado
una campana y se ha ido rápidamente dejándonos atónitos y desconcertados.
Hay quien se siente reanimado, pero yo no, yo sigo pensando que también
este dentista, este individuo incomprensible, ha querido divertirse a costa
nuestra, y no quiero creer una palabra de lo que ha dicho.
Al sonar la campana se ha oído despertar al oscuro campo. Inesperadamente
el agua ha empezado a caer, hirviendo, de las duchas, cinco minutos de beatitud;
pero inmediatamente después irrumpen cuatro tipos (puede que los barberos)
que, empapados y humeantes, nos echan a gritos y empellones a la sala contigua,
que está helada; aquí, otras personas que gritan nos echan encima no sé
qué andrajos y nos arrojan a las manos un par de zapatones de suela de madera;
sin tiempo para entender lo que pasa nos encontramos ya al aire libre, sobre
la nieve azul y helada del amanecer y, descalzos y desnudos, con el ajuar
en la mano, tenemos que correr hasta otra barraca, a un centenar de metros.
Aquí podemos vestirnos.
Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos
a levantar la mirada hacia los demás. No hay donde mirarse, pero tenemos
delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles
miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos
vislumbrado anoche.
Entonces por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene
palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante,
con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado
al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable
no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado
las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán,
y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y
si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar
de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos
sido, permanezca.
Sabemos que es difícil que alguien pueda entenderlo, y está bien que sea
así, Pero pensad cuánto valor, cuánto significado se encierra aun en las
más pequeñas de nuestras costumbres cotidianas, en los cien objetos nuestros
que el más humilde mendigo posee: un pañuelo, una carta vieja, la foto de
una persona querida. Estas cosas son parte de nosotros, casi como miembros
de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados de ellas, en
nuestro mundo, sin que inmediatamente encontremos otras que las substituyan,
otros objetos que son nuestros porque custodian y suscitan nuestros recuerdos.
Imaginaos ahora un hombre a quien, además de a sus personas amadas, se le
quiten la casa, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo que
posee: será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto
de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le
sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se podrá decidir sin remordimiento
su vida o su muerte prescindiendo de cualquier sentimiento de afinidad humana;
en el caso más afortunado, apoyándose meramente en la valoración de su utilidad.
Comprenderéis ahora el doble significado del término "Campo de aniquilación",
y veréis claramente lo que queremos decir con esta frase: yacer en el fondo.
Häftling: me he enterado de que soy un Häftling. Me llamo 174517; nos han
bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo.
La
operación ha sido ligeramente dolorosa y extraordinariamente rápida: nos
han puesto en fila a todos y, uno por uno, siguiendo el orden alfabético
de nuestros nombres, hemos ido pasando por delante de un hábil funcionario
provisto de una especie de punzón de aguja muy corta. Parece que ésta ha
sido la iniciación real y verdadera: sólo "si enseñas el número" te dan
el pan y la sopa. Hemos necesitado varios días y no pocos bofetones y puñetazos
para que nos acostumbrásemos a enseñar el número diligentemente, de manera
que no entorpeciésemos las operaciones cotidianas de abastecimiento; hemos
necesitado semanas y meses para aprender a entenderlo en alemán. Y durante
muchos días, cuando la costumbre de mis días de libertad me ha hecho ir
a mirar la hora en el reloj de pulsera he visto irónicamente mi nombre nuevo,
el número punteado en signos azulosos bajo la epidermis.
Sólo mucho más tarde, y poco a poco, algunos de nosotros hemos aprendido
algo de la fúnebre ciencia de los números de Auschwitz, en la que se compendian
las etapas de la destrucción del judaísmo en Europa. A los veteranos en
el campo el número se lo dice todo: la época de ingreso en él, el convoy
del que formaban parte y, por consiguiente, la nacionalidad. Cualquiera
tratará con respeto a los números del 30 000 al 80 000: ya no quedan más
que algunos centenares, y marcan a los pocos supervivientes de los ghettos
polacos. Hace falta tener los ojos bien abiertos cuando se entra en relaciones
comerciales con un 116 000 o 117 000: han quedado reducidos a una cuarentena,
pero se trata de los griegos de Salónica, no hay que dejarse embaucar. En
cuanto a los números altos tienen una nota de comicidad esencial, como sucede
con los términos "matrícula" y "conscripto" en la vida normal: el número
alto típico es un individuo panzudo, dócil y memo a quien puedes hacerle
creer que en la enfermería distribuyen zapatos de cuero para los individuos
de pies delicados, y convencerle de que se vaya corriendo hasta allí y te
deje su escudilla de sopa "para que se la guardes"; puedes venderle una
cuchara por tres raciones de pan; puedes mandarle al más feroz de los Kapos,
a preguntarle (¡y me ha sucedido a mí!) si es verdad que el suyo es el Kartoffelschalenkommando,
el Kommando de Pelar Patatas, y si puede enrolarse en él.
Por otra parte, todo nuestro proceso de inserción en este orden nuevo sucede
en clave grotesca y sarcástica. Terminada la operación de tatuaje nos han
encerrado en una barraca donde no hay nadie. Las literas están hechas, pero
nos han prohibido severamente tocarlas o sentarnos encima: así, damos vueltas
sin sentido durante medio día por el breve espacio disponible, todavía atormentados
por la sed furiosa del viaje. Después se ha abierto la puerta, y ha entrado
un muchacho de traje a rayas, con aire bastante educado, bajo, delgado y
rubio. Habla francés y muchos nos echamos encima agobiándolo con todas las
preguntas que hasta ahora nos hemos hecho inútilmente los unos a los otros.
Pero no habla de buena gana: nadie aquí habla verdaderamente de buena gana.
Somos nuevos, no tenemos nada y no sabemos nada; ¿para qué perder el tiempo
con nosotros? Nos explica de mala gana que todos los demás están fuera trabajando,
y que volverán por la noche. El ha salido de la enfermería esta mañana,
por hoy está dispensado del trabajo. Yo le pregunto (con una ingenuidad
que sólo pocos días más tarde me parecería fabulosa) si nos iban a devolver
por lo menos los cepillos de dientes; no se rió, sino que, con expresión
llena de intenso desprecio, me contestó, Vous n'étes pas á la maison. Y
éste es el estribillo que todos nos repiten: no estáis ya en vuestra casa,
esto no es un sanatorio, de aquí sólo se sale por la Chimenea (¿qué quería
decir?, lo aprenderíamos más tarde).
Y precisamente: empujado por la sed le he echado la vista encima a un gran
carámbano que había por fuera de una ventana al alcance de la mano. Abrí
la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha acercado un
tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha arrancado brutalmente.
–Warum?– le pregunté en mi pobre alemán.
–Hier ist kein warum (aquí no hay ningún porqué) –me ha contestado, echándome
dentro de un empujón.
La explicación es sencilla, aunque revuelva el estómago: en este lugar está
prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado
para ese propósito. Si queremos seguir viviendo tenemos que aprenderlo rápidamente:
"El Santo Rostro no se halla aquí expuesto
ni esto es baño en el Serquio"...
Una hora tras otra, esta primera jornada larguísima del anteinfierno llega
a su fin. Mientras se pone el sol en un vértice de feroces nubes sanguinolentas,
nos hacen por fin salir del barracón. ¿Van a darnos de beber? No, vuelven
a ponernos en fila, nos llevan a una vasta explanada que ocupa el centro
del campo y nos colocan meticulosamente en formación. Luego, de nuevo pasa
otra hora sin que ocurra nada: parece que estamos esperando a alguien.
Una banda empieza a tocar junto a la puerta del campo: toca Rosamunda, la
famosa canción sentimental, y nos parece tan extraño que nos miramos sonriendo
burlonamente; surge en nosotros un amago de alivio, puede que todas estas
ceremonias no sean más que una payasada colosal al gusto germánico. Pero
la banda, al terminar Rosamunda, sigue tocando otras marchas, una tras otra,
y he aquí que aparecen los pelotones de nuestros compañeros que vuelven
del trabajo. Vienen en columnas de cinco: tienen un modo de andar extraño,
inhumano, duro, como fantoches rígidos que sólo tuviesen huesos: pero andan
marcando escrupulosamente el tiempo de la música.
También, como nosotros, se colocan en orden minucioso en la vasta explanada;
cuando ha entrado el último pelotón nos cuentan y vuelven a contar; durante
más de una hora se llevan a cabo largas revisiones que parecen dirigidas
por un tipo vestido a rayas que responde a un grupito de SS formado en orden
de combate.
Por fin (ya es de noche pero el campo está vivamente iluminado por faroles
y reflectores) se oye gritar "Absperre" y las formaciones se deshacen en
un enjambre confuso y turbulento. Ahora andan ya rígidos y embarazados como
antes: todos se arrastran con evidente esfuerzo. Advierto que todos llevan
en la mano o colgando de la cintura una escudilla de hojalata tan grande
como una palangana.
También los recién llegados damos vueltas entre la multitud en busca de
una voz, de un rostro amigo, de un guía. Contra las paredes de madera de
un barracón están apoyados, sentados en el suelo, dos muchachos: parecen
jovencísimos, de unos diez y seis años como mucho, los dos tienen la cara
y las manos sucias de hollín. Uno de los dos, mientras pasamos, me llama
y me pregunta en alemán algunas cosas que no entiendo; luego me pregunta
de dónde venimos.
–Italien –le contesto; querría preguntarle muchas otras cosas, pero mi vocabulario
alemán es limitadísimo.
–¿Eres judío? –le pregunto.
–Sí, judío polaco.
–¿Desde cuándo estás en el Lager?
–Tres años –y me muestra tres dedos.
Debe de haber entrado siendo un niño, pienso con horror; por otra parte,
esto significa que por lo menos alguien puede vivir aquí.
–¿En qué trabajas?
–Schlosser –me contesta. No le entiendo–: Eisen; Feuer (hierro, fuego).
Insiste, y hace señales con las manos como de quien golpea con el martillo
sobre un yunque. Así que es un herrero.
–Ich Chemiker –le confío yo; y él asiente gravemente con la cabeza
–Chemiker gut –Pero todo esto se refiere a un futuro lejano: lo que en este
momento me atormenta es la sed.
–Beber, agua. Nosotros no agua–, le digo.
Él me mira con cara seria, casi severa, y me dice separando las sílabas:
–No bebas agua, compañero –y luego otras palabras que no entiendo.
–Warum?
–Geschwollen –contesta telegráficamente: yo muevo la cabeza porque no le
he comprendido.
"Hinchado", me lo hace entender hinchando los carrillos e indicando con
las manos una monstruosa hinchazón de la cara y el vientre.
– Warten bis heute abend
"Esperar hasta esta noche", traduzco yo palabra por palabra.
Luego me dice:
–Ich Shloime. Du?
Le digo cómo me llamo, y me pregunta:
–¿Dónde tu madre?
–En Italia.
Shloime se asombra:
–¿Judía en Italia?
–Sí –le explico del mejor modo que sé– escondida, nadie lo sabe, escapar,
no hablar, nadie verlo.
Me ha entendido; ahora se pone de pie, se me acerca y me abraza tímidamente.
La aventura ha terminado, y me siento lleno de una tristeza que es casi
una alegría. No he vuelto a ver a Shloime, pero no he olvidado su cara grave
y mansa de muchacho que me acogió en el umbral de la casa de los muertos.
Nos quedan por aprender muchísimas cosas, pero hemos aprendido ya muchas.
Tenemos una idea de la topografía del Lager; este Lager nuestro es un cuadrado
de unos seiscientos metros de lado, rodeado por dos alambradas de púas,
la interior de las cuales está recorrida por alta tensión. Está constituido
por sesenta barracones de madera que se llaman Blocks, de los que una decena
está en construcción: hay que añadir el cuerpo de las cocinas, que es de
ladrillo, una fábrica experimental que dirigen un destacamento de Häftlinge
privilegiados; los barracones de las duchas y de las letrinas, uno por cada
seis u ocho Blocks. Además, algunos Blocks están dedicados a funciones particulares.
Antes que ninguno, un grupo de ocho, al extremo este del campo, constituye
la enfermería y el ambulatorio; luego está el Block 24 que es el Kaftzeblock,
reservado a los sarnosos; el Block 7, en donde nunca ha entrado ningún Häftling
corriente, reservado a la Prominenz, es decir, a la aristocracia, a los
internados que desempeñan las funciones más altas; el Block 47, reservado
a los Reichsdeutsche (a los alemanes arios, políticos o criminales); el
Block 49, sólo para Kapos; el Block 12, la mitad del cual, para el uso de
los Reichsdeutsche y los Kapos, funciona como Kantine, es decir, como distribuidora
de tabaco, insecticida en polvo y ocasionalmente otros artículos; el Block
37, que contiene la Fureria central y la Oficina de trabajo; y para terminar
el Block 29, que tiene las ventanas siempre cerradas porque es el Frauenblock,
el prostíbulo del campo, servido por las muchachas polacas Häftlinge, y
reservado a los Reichsdeutsche.
Los Blocks comunes de viviendas estás divididos en dos locales; en uno (Tagesraum)
vive el jefe del barracón con sus amigos: tienen una mesa larga, sillas,
bancos; por todas partes un montón de objetos extraños de colores vivos,
fotografías, recortes de revistas, dibujos, flores artificiales, adornos;
grandes letreros en la pared, proverbios y aleluyas que encomian el orden,
la disciplina, la higiene; en un rincón, una vitrina con los instrumentos
del Blockfrisör (el barbero autorizado), los cucharones para repartir la
sopa y dos vergajos de goma, el lleno y el vacío, para mantener la misma
disciplina. El otro local es el dormitorio; en él no hay más que ciento
cuarenta y ocho literas de tres pisos, dispuestas apretadamente como las
celdas de una colmena, de modo que se aprovechen todos los metros cúbicos
del espacio, hasta el techo, y separadas por tres pasillos; aquí viven los
Häftlinge corrientes, doscientos o doscientos cincuenta por barracón, por
consiguiente dos en una buena parte de cada una de las literas, que son
tablas de madera movibles, provistas de un delgado saco de paja y de dos
mantas cada una. Los pasillos de desahogo son tan estrechos que difícilmente
pueden pasar dos personas; la superficie total del suelo es tan poca que
los habitantes del mismo Block no pueden estar dentro a la vez si por lo
menos la mitad no están echados en las literas. De ahí la prohibición de
entrar en un Block al que no se pertenece.
En medio del Lager está la plaza del Pase de Lista, vastísima, donde nos
reunimos por las mañanas para formar los pelotones de trabajo, y por la
noche para que nos cuenten. Frente a la plaza de la Lista hay un arriate
de hierba cuidadosamente segada donde se alza la horca cuando llega la ocasión.
Hemos aprendido bien pronto que los huéspedes del Lager se dividen en tres
categorías: los criminales, los políticos y los judíos. Todos van vestidos
a rayas, todos son Häftlinge, pero los criminales llevan junto al número,
cosido en la chaqueta, un triángulo verde; los políticos un triángulo rojo;
los judíos, que son la mayoría, llevan la estrella hebraica, roja y amarilla.
Hay SS pero pocos y fuera del campo, y se ven relativamente poco: nuestros
verdaderos dueños son los triángulos verdes, que tienen plena potestad sobre
nosotros, y además aquéllos de las otras dos categorías que se prestan a
secundarles: y que no son pocos.
Y hay otra cosa que hemos aprendido, más o menos rápidamente, según el carácter
de cada cual; a responder Jawohl, a no hacer preguntas, a fingir siempre
que hemos entendido. Hemos aprendido el valor de los alimentos; ahora también
nosotros raspamos diligentemente el fondo de la escudilla después del rancho,
y nos la ponemos bajo el mentón cuando comemos pan para no desperdiciar
las migas. También sabemos ahora que no es lo mismo recibir un cucharón
de sopa de la superficie que del fondo del caldero y ya estamos en condiciones
de calcular, basándonos en la capacidad de los distintos calderos, cuál
es el sitio más conveniente al que aspirar cuando hay que hacer cola.
Hemos aprendido que todo es útil; el hilo de alambre para atarse los zapatos;
los harapos para convertirlos en plantillas para los pies; los papeles,
para rellenar (ilegalmente) la chaqueta y protegerse del frío. Hemos aprendido
que en cualquier parte pueden robarte, o mejor, que te roban automáticamente
en cuanto te falla la atención; y para evitarlo hemos tenido que aprender
el arte de dormir con la cabeza sobre un lío hecho con la chaqueta que contiene
todo cuanto poseemos, de la escudilla a los zapatos.
Conocemos ya buena parte del reglamento del campo, que es extraordinariamente
complicado. Las prohibiciones son innumerables: acercarse más de dos metros
a las alambradas; dormir con la chaqueta puesta, sin calzoncillos o con
el gorro puesto; usar determinados lavabos o letrinas que son nur für Kapos
o nur für Reichsdeutsche; no ir a la ducha los días prescritos, e ir los
días no prescritos; salir del barracón con la chaqueta desabrochada o con
el cuello levantado; llevar debajo de la ropa papel o paja contra el frío;
lavarse si no es con el torso desnudo.
Infinitos
e insensatos son los ritos que hay que cumplir: cada día por la mañana hay
que hacer "la cama" dejándola completamente lisa; sacudir los zuecos fangosos
y repugnantes de la grasa de las máquinas, raspar de las ropas las manchas
de fango (las manchas de barniz, de grasa y de herrumbre se admiten, sin
embargo); por las noches hay que someterse a la revisión de los piojos y
a la revisión del lavado de los pies; los sábados hay que afeitarse la cara
y la cabeza, remendarse o dar a remendar los harapos; los domingos, someterse
a la revisión general de la sarna, y a la revisión de los botones de la
chaqueta, que tienen que ser cinco.
Además, se dan innumerables circunstancias, normalmente insignificantes,
que se convierten en problemas. Cuando las uñas están largas hay que cortárselas,
lo que no se puede hacer sino con los dientes (para las uñas de los pies
es suficiente el roce de los zapatos); si un botón se pierde hay que saber
cosérselo con un hilo de alambre; si se va a la letrina o al lavabo hay
que llevarse todo consigo, siempre y en cualquier parte, y mientras uno
se lava los ojos tiene que tener el lío de la ropa bien cogido entre las
rodillas: si no fuese así, en aquel preciso momento se lo robarían. Si un
zapato hace daño hay que acudir por la tarde a la ceremonia del cambio de
zapatos: en ella se pone a prueba la pericia del individuo, que en medio
de un increíble montón tiene que saber elegir con un rápido vistazo un zapato
(no un par) que le esté bien, porque una vez que lo ha elegido no se le
permiten más cambios.
Y no creáis que los zapatos, en la vida del Lager, son un factor sin importancia.
La muerte empieza por los zapatos: se han convertido, para la mayoría de
nosotros en auténticos instrumentos de tortura que, después de las largas
horas de marcha, ocasionan dolorosas heridas las cuales fatalmente se infectan.
Quien las padece está obligado a andar como si tuviese una bala en el pie
(y he aquí por qué andan tan extrañamente los ejércitos de larvas que cada
noche vuelven desfilando); llega a todas partes el último y por todas partes
recibe golpes; no puede huir si lo persiguen; se le hinchan los pies, y
cuanto más se le hinchan más insoportable le resulta el roce con la madera
y la tela de los zapatos. Entonces lo único que le queda es el hospital:
pero entrar en el hospital con el diagnóstico de dicke Füsse (pies hinchados)
es extraordinariamente peligroso, porque es bien sabido por todos, y especialmente
por los SS, que de este mal aquí es imposible curarse.
Y a todo esto todavía no hemos tenido en cuenta el trabajo, que a su vez
es una maraña de leyes, de tabúes y de problemas.
Todos trabajamos, excepto los enfermos (lograr ser declarado enfermo supone
de por sí un importante bagaje de sabiduría y de experiencia). Todas las
mañanas salimos en formación del campo de Buna; todas las tardes, en formación,
volvemos a él. Por lo que se refiere al trabajo estamos subdivididos en
unos doscientos Kommandos cada uno de los cuales consta de quince a ciento
cincuenta hombres bajo el mando de un Kapo. Hay Kommandos buenos y malos:
en su mayor parte están adscritos a los transportes y el trabajo es muy
duro, especialmente en invierno, aunque no sea más que por desarrollarse
siempre al aire libre. También hay Kommandos de especialistas (electricistas,
herreros, albañiles, soldadores, mecánicos, picapedreros, etcétera) que
están adscritos a determinadas oficinas o departamentos de la Buna, dependientes
de modo más directo de Meister civiles, en su mayoría alemanes y polacos:
esto, naturalmente, sucede sólo durante las horas de trabajo: durante el
resto de la jornada los especialistas (en total no son más de trescientos
o cuatrocientos) no reciben un trato distinto del de los trabajadores comunes.
En la asignación de los individuos a los distintos Kommandos decide un oficial
especial del Lager, el Arbeitsdienst, que está en continua relación con
la dirección civil de la Buna. El Arbeitsdienst toma las decisiones siguiendo
criterios desconocidos, a menudo basándose abiertamente en el favoritismo
y la corrupción, de manera que si alguien consigue hacerse con algo de comer
puede estar prácticamente seguro de obtener un buen puesto en la Buna.
El horario de trabajo cambia según la estación. Todas las horas de luz son
horas de trabajo: por ello se va de un horario mínimo de invierno (de 8
a 12 y de 12.30 a 16) a uno máximo de verano (de 6.30 a 12 y de 13 a 18).
Bajo ningún concepto pueden los Häftlinge estar trabajando durante las horas
de oscuridad o cuando haya una niebla densa, mientras se trabaja regularmente
cuando llueve o nieva o (caso muy frecuente) cuando sopla el feroz viento
de los Cárpatos; esto en relación con el hecho de que la oscuridad o la
niebla podrían proporcionar ocasión para las tentativas de fuga.
Un domingo de cada dos es día normal de trabajo; los domingos que se llaman
festivos se trabaja en realidad generalmente en la conservación del Lager,
de manera que los días de reposo real son extraordinariamente raros.
Ésta habrá de ser nuestra vida. Cada día, según el ritmo establecido, Ausrücken
y Einrücken, salir y entrar; trabajar, dormir y comer; ponerse enfermo,
curarse o morir.
...¿Y hasta cuándo? Pero los antiguos se ríen de esta pregunta: en esta
pregunta se reconoce a los recién llegados. Se ríen y no contestan: para
ellos, hace meses, años, que el problema del futuro remoto se ha descolorido,
ha perdido toda su agudeza, frente a los mundos más urgentes y concretos
problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá
que descargar carbón.
Si fuésemos razonables tendríamos que resignarnos a esta evidencia: que
nuestro destino es perfectamente desconocido, que cualquier conjetura es
arbitraria y totalmente privada de cualquier fundamento real. Pero los hombres
son muy raramente razonables cuando lo que está en juego es su propio destino;
en cualquier caso prefieren las posturas extremas; por ello, según su carácter,
entre nosotros los hay que se han convencido inmediatamente de que todo
está perdido, de que no podemos seguir viviendo y de que el fin está cerca
y es seguro; otros, que por muy dura que sea la vida que nos espera aquí,
la salvación es probable y no está lejos, y que si tenemos fe y fuerza volveremos
a ver nuestro hogar y a nuestros seres queridos. Los dos grupos, los pesimistas
y los optimistas, no están, por otra parte, tan diferenciados: no ya porque
los agnósticos sean muchos sino porque la mayoría, sin memoria ni coherencia,
oscila entre las dos posturas limite según sus interlocutores del momento.
Heme
aquí, por consiguiente, llegado al fondo. A borrar con una esponja el pasado,
el futuro se aprende pronto si os obliga la necesidad. Quince días después
del ingreso tengo ya el hambre reglamentaria, un hambre crónica desconocida
por los hombres libres, que por la noche nos hace soñar y se instala en
todos los miembros de nuestro cuerpo; he aprendido ya a no dejarme robar,
y si encuentro una cuchara, una cuerda, un botón del que puedo apropiarme
sin peligro de ser castigado me lo meto en el bolsillo y lo considero mío
de pleno derecho. Ya me han salido, en el dorso de los pies, las llagas
que no se curan. Empujo carretillas, trabajo con la pala, me fatigo con
la lluvia, tiemblo ante el viento; ya mi propio cuerpo no es mío: tengo
el vientre hinchado y las extremidades rígidas, la cara hinchada por la
mañana y hundida por la noche; algunos de nosotros tienen la piel amarilla,
otros gris: cuando no nos vemos durante tres o cuatro días nos reconocemos
con dificultad.
Habíamos decidido reunirnos los italianos todos los domingos en un rincón
del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer porque era demasiado triste
contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más deformes, y más escuálidos.
Y era tan cansado andar aquel corto camino: y además, al encontrarnos, recordábamos
y pensábamos, y mejor era no hacerlo.
LA INICIACIÓN
Después de los primeros días de traslados caprichosos de un bloque a otro
y de Kommando a Kommando, me asignaron, ya de noche, al Block 30 y me indicaron
una litera donde estaba durmiendo Diena. Diena se despierta y, aunque muerto
de cansancio, me hace sitio y me recibe amistosamente.
Yo no tengo sueño o, mejor dicho, el sueño me lo disimula el estado de tensión
y de ansiedad de que no he podido librarme todavía, y por eso hablo y hablo.
Tengo demasiadas preguntas que hacer. Tengo hambre, y cuando mañana repartan
el potaje cómo voy a arreglármelas para comerlo sin cuchara? ¿Y cómo se
puede uno hacer una cuchara? ¿Y dónde van a mandarme a trabajar? Diena sabe
tanto como yo, naturalmente, y me contesta con otras preguntas. Pero de
arriba, de abajo, de al lado, desde lejos, desde todos los rincones del
barracón ya a oscuras, voces sonoras e iracundas me gritan:
–Ruhe, Ruhe!
Entiendo que me imponen silencio, pero la palabra es nueva para mí, y como
no conozco su sentido y sus complicaciones, mi inquietud aumenta. La confusión
de las lenguas es un componente fundamental del modo de vivir aquí abajo;
se está rodeado por una perpetua Babel en la que todos gritan órdenes y
amenazas en lenguas que nunca se han oído, y ¡ay de quien no las coge al
vuelo! Aquí nadie tiene tiempo, nadie tiene paciencia, nadie te escucha;
los que hemos llegado últimos nos reunimos instintivamente en los rincones,
contra las paredes, para sentirnos con la espalda materialmente resguardada.
Renuncio, pues, a hacer preguntas y en breve me hundo en un sueño amargo
y tenso. Pero no es un descanso: me siento amenazado, hostigado, a cada
instante estoy a punto de contraerme con un espasmo de defensa. Sueño y
me parece que estoy durmiendo en mitad de una calle, de un puente, atravesado
en una puerta por la que pasa mucha gente. Y aquí llega, ¡qué rápidamente!,
el despertar. El barracón se sacude desde los cimientos, las luces se encienden,
todos se agitan a mi alrededor en una actividad frenética repentina: sacuden
las mantas levantando nubes de polvo fétido, se visten con prisa febril,
corren afuera al hielo del aire exterior a medio vestir, se precipitan a
las letrinas y los lavabos; muchos, como animales, orinan mientras corren
para ganar tiempo porque dentro de cinco minutos empieza la distribución
del pan, del pan–Brot–Broit–chleb–pain–lechem–kenyér, del sagrado pedacito
gris que parece gigantesco en manos de tu vecino y pequeño hasta echarse
a llorar en las tuyas. Es una alucinación cotidiana a la que uno termina
por acostumbrarse: pero en los primeros tiempos es tan irresistible que
muchos de nosotros, luego de discutir por parejas sobre la propia evidente
y constante mala suerte y la escandalosa buena suerte del otro, acabamos
por intercambiar nuestras raciones, con lo que la ilusión se reproduce de
manera inversa dejando a todos contentos y frustrados.
El pan es también nuestra única moneda: entre los pocos minutos que transcurren
entre su distribución y su consumición, el Block resuena con reclamaciones,
peleas y fugas. Son los acreedores del día anterior que quieren ser pagados
en los breves instantes en que el deudor es solvente. Después de lo cual
se instala una relativa calma que muchos aprovechan para volver a las letrinas
a fumar medio cigarrillo, o al lavabo para lavarse de verdad.
El lavabo es un sitio poco atractivo. Está mal iluminado, lleno de corrientes
de aire, y el piso de ladrillos está cubierto por una capa de lodo; el agua
no es potable, huele mal y muchas veces falta durante mucho tiempo. Las
paredes están decoradas por curiosos frescos didascálicos: por ejemplo se
ve al Häftling bueno, representado desnudo hasta la cintura, en acto de
enjabonarse el cráneo sonrosado y rapado, y al Häftling malo, de nariz acusadamente
semítica y colorido verdoso, que, enfundado en su ropa llena de manchas
y con el gorro puesto, mete cautelosamente un dedo en el agua del lavabo.
Debajo del primero está escrito: So bist du rein (así te quedarás limpio),
y debajo del segundo: So gehst du ein (así te buscas la ruina); y más abajo,
en un francés dudoso pero en caracteres góticos: La propreté, c'est la santé.
En la red opuesta campea un enorme piojo blanco, rojo y negro, con la frase:
Eine Laus, dein Tod (un piojo es tu muerte), y el inspirado dístico:
Nach dem Abort, vor dem Essen
Hände waschen, nicht vergessen
(después de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo olvides).
Durante semanas he considerado estas amonestaciones sobre la higiene como
puros rasgos de humor teutónico, en el estilo del diálogo sobre el cinturón
herniario con que se nos había recibido a nuestro ingreso en el Lager. Pero
después he comprendido que sus desconocidos autores, puede que subconscientemente,
no estaban lejos de algunas verdades fundamentales. En este lugar, lavarse
todos los días en el agua turbia del inmundo lavabo es prácticamente inútil
a fines de limpieza y de salud; pero es importantísimo como síntoma de un
resto de vitalidad, y necesario como instrumento de supervivencia moral.
Tengo que confesarlo: después de una única semana en prisión noto que el
instinto de la limpieza ha desaparecido en mí. Voy dando vueltas bamboleándome
por los lavabos y aquí está Steinlauf, mi amigo de casi cincuenta años,
a torso desnudo, restregándose el cuello y la espalda con escaso fruto (no
tiene jabón) pero con extrema energía. Steinlauf me ve y me saluda, y sin
ambages me pregunta con severidad por qué no me lavo. ¿Por qué voy a lavarme?
¿Voy a estar mejor de lo que estoy? ¿Voy a gustarle más a alguien? ¿Voy
a vivir un día, una hora más? Incluso viviré menos, porque lavarse es un
trabajo, un desperdicio de energía y calor. ¿No sabe Steinlauf que después
de media hora cargando sacos de carbón habrá desaparecido cualquier diferencia
entre él y yo? Cuanto más lo pienso más me parece que lavarse la cara en
nuestra situación es un acto insulso, y hasta frívolo: una costumbre mecánica,
o peor, una lúgubre repetición de un rito extinguido. Vamos a morir todos,
estamos a punto de morir: si me sobran diez minutos entre diana y el trabajo
quiero dedicarlos a otra cosa, a encerrarme en mí mismo, a echar cuentas
o tal vez a mirar el reloj y a pensar que puede que lo esté viendo por última
vez; o también a dejarme vivir, a darme el lujo de un ocio minúsculo.
Pero Steinlauf me hace callar. Ha terminado de lavarse, ahora se está secando
con la chaqueta de tela que antes tenía enroscada entre las piernas y que
luego va a ponerse, y sin interrumpir la operación me da una lección en
toda regla.
He olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, las palabras
del que fue el sargento Steinlauf del Ejército austro–húngaro, cruz de hierro
en la guerra de 1914–1918. Lo siento porque tendré que traducir su italiano
inseguro y su razonamiento sencillo de buen soldado a mi lenguaje de incrédulo.
Pero éste era el sentido, que no he olvidado después ni olvidé entonces:
que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en
animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este
sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo,
para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar
al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos
esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una
muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla
con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro
consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en
el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos
no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos
andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina
prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir.
Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas
para mi oído desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y mitigadas
por una doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace siglos que se respira
más acá de los Alpes y según la cual, entre otras cosas, no hay vanidad
mayor que esforzarse en tragarse enteros los sistemas morales elaborados
por los demás, bajo otros cielos. No, la prudencia y la virtud de Steinlauf,
ciertamente buenas para él, no me bastan. Frente a este complicado mundo
inferior mis ideas están confusas: ¿será realmente necesario establecer
un sistema y practicarlo? ¿No será más saludable tomar conciencia de no
tener sistema?
KA–BE
Todos los días se parecen y no es fácil contarlos. Hace no sé cuántos días
que vamos como un péndulo, en parejas, de la estación al almacén: un centenar
de metros de suelo en deshielo. Adelante bajo la carga, hacia atrás con
los brazos colgando a lo largo del cuerpo, sin hablar.
A nuestro alrededor todo nos es enemigo. Encima de nosotros se agrupan las
nubes malignas, para separarnos del sol; por todas partes nos oprime la
amenaza de las alambradas. Sus confines no los hemos visto nunca pero sentimos,
todo alrededor, la presencia maléfica del hilo erizado que nos segrega del
mundo... Y en los andamios, en los trenes en maniobra, en las carreteras,
en las excavaciones, en las oficinas, hombres y más hombres, esclavos y
amos, y amos que son esclavos de ellos mismos; el miedo mueve a uno y el
odio a los otros, toda otra fuerza calla. Todos son aquí enemigos o rivales.
No, la verdad es que en mi compañero de hoy, bajo el yugo de mi misma carga,
no siento a un enemigo ni a un rival.
Es Null Achtzehn. No, se llama de otra manera, Cero Diez y Ocho, las últimas
tres cifras de su número de registro: como si todos se hubieran dado cuenta
de que sólo un hombre es digno de tener un nombre, y de que Null Achtzehn
no es ya un hombre. Creo que él mismo habrá olvidado su nombre, la verdad
es que se comporta como si así fuera. Cuando habla, cuando mira, da la impresión
de estar interiormente vacío, de no ser más que un envoltorio, como esos
despojos de insectos que se encuentran en la orilla de los pantanos, pegados
por un hilo a un guijarro, mientras el viento los sacude.
Null Achtzehn es muy joven, lo que constituye un peligro grave. No sólo
porque los muchachos soportan peor que los adultos las fatigas y el ayuno,
sino porque aquí, para sobrevivir, se necesita sobre todo un largo adiestramiento
en la lucha de uno contra todos que los jóvenes raramente tienen. Null Achtzehn
no está ni siquiera especialmente debilitado pero todos evitan trabajar
con él. Todo le es indiferente hasta tal punto que ha dejado de preocuparse
por evitar el cansancio y los golpes ni por buscar comida. Cumple todas
las órdenes que recibe y es de prever que, cuando lo envíen a la muerte,
vaya con esta misma indiferencia total.
No tiene la astucia elemental de los caballos de remolque, que dejan de
tirar un poco antes de llegar al agotamiento: sino que tira o lleva o empuja
hasta que las fuerzas se lo permiten, luego cede de plano, sin una palabra
de advertencia, sin levantar del suelo sus ojos tristes y opacos. Me recuerda
a los perros de los trineos en los libros de London, que se fatigan hasta
el último aliento y mueren en la pista.
Así, como todos nosotros buscamos por cualquier medio sustraernos al cansancio,
Null Achtzehn es el que trabaja más de todos. Por eso, y porque es un compañero
peligroso, nadie quiere trabajar con él; y como por otra parte nadie quiere
trabajar conmigo, porque soy débil y desmañado, sucede con frecuencia que
nos encontramos emparejados.
Mientras con las manos vacías volvemos una vez más arrastrando los pies
desde el almacén, una locomotora silba brevemente y nos corta el paso. Contentos
con la interrupción forzosa, Null Achtzehn y yo nos paramos: encorvados
y miserables esperamos a que los vagones hayan terminado de pasarnos lentamente
por delante.
... Deutsche Reichsbahn. Deutsche Reichsbahn. SNCF. Dos gigantescos vagones
rusos con la hoz y el martillo mal tachados. Deutsche Reichsbahn. Luego,
Caballo, 8 Hombres 40 Tara, Portata: un vagón italiano. ... Saltar dentro,
en una esquina, bien escondido bajo el carbón, estarse quieto y callado,
en la oscuridad, escuchando sin cesar el ritmo de las ruedas, más fuerte
que el hambre y que el cansancio; hasta que en algún momento se parase el
tren y sintieses el aire tibio y el olor a heno, y pudieses salir al sol:
entonces me echaría sobre la tierra, para besar la tierra, como se lee en
los libros: con la cara entre la hierba. Y pasaría una mujer, y me preguntaría
¿quién eres? en italiano, y yo se lo contaría en italiano, y me entendería
y me daría de comer y de beber y dónde dormir. Y no creería las cosas que
yo le contase, y yo le enseñaría el número que llevo en el brazo, y entonces
me creería.
... Se ha acabado. El último vagón ha pasado y, como al levantarse un telón,
está ante nosotros el montón de las piezas de hierro, el Kapo de pie sobre
el montón con un látigo en la mano, los compañeros que habían desaparecido,
en parejas que van y vienen.
Ay de quien sueña: el momento de conciencia que acompaña al despertar es
el sufrimiento más agudo. Pero no nos ocurre con frecuencia, y los sueños
no son largos: no somos más que bestias cansadas.
Otra vez estamos al pie del montón. Mischa y el Galiziano levantan una pieza
y nos la colocan de mala manera sobre los hombros. Su puesto es el menos
fatigoso, por ello derrochan celo para conservarlo: llaman a los compañeros
que se retrasan, incitan, exhortan, imponen al trabajo un ritmo insostenible.
Esto me llena de ira, aunque ya sepa que está dentro del orden normal de
las cosas que los privilegiados opriman a los no privilegiados: es ésta
la ley humana que rige toda la estructura social del campo.
Esta vez me toca a mí ir delante. La pieza es pesada pero muy corta; por
lo que a cada paso siento detrás de mí los pies de Null Achtzehn que tropiezan
contra mis pies porque él no es capaz, o no se preocupa, de adaptarse a
mi paso.
Veinte pasos, hemos llegado a la vía, hay un cable que saltar. La carga
está mal puesta, algo está mal, tiende a resbalarse de los hombros. Cincuenta
pasos. Sesenta. La puerta del almacén; nos queda el doble de camino y lo
soltaremos. Basta, es imposible seguir, la carga me gravita ya completamente
sobre el brazo; no puedo soportar más tiempo el dolor ni el cansancio, grito,
intento darme vuelta: apenas con tiempo para ver a Null Achtzehn tropezar
y dejar caer todo.
Si hubiese tenido mi agilidad de antes habría podido dar un salto hacia
atrás, pero heme aquí en tierra, con todos los músculos contraídos, el pie
golpeado cogido con las manos, ciego de dolor. La arista de hierro me ha
cortado el dorso del pie izquierdo.
Durante
un minuto todo desaparece en el vértice del sufrimiento. Cuando puedo mirar
a mi alrededor, Null Achtzehn está todavía allí de pie, no se ha movido,
con las manos metidas en las mangas, sin decir palabra, me mira sin expresión.
Llegan Mischa y el Galiziano, hablan entre ellos en yiddish, me dan no sé
qué consejos. Llegan Templer y David y todos los demás: se aprovechan del
suceso para suspender el trabajo. Llega el Kapo, distribuye patadas, puñetazos
e improperios, los compañeros se desperdigan como avena al viento; Null
Achtzehn se lleva una mano a la nariz y se la mira sin reaccionar hinchada
de sangre. A mí me tocan sólo dos bofetadas del Kapo, de las que no hacen
daño porque aturden.
El incidente ha terminado, constato que, bien o mal, puedo sostenerme en
pie, el hueso no debe haberse roto. No me atrevo a quitarme el zapato por
miedo a despertar el dolor, y también porque sé que el pie se va a hinchar
y no podré volver a ponérmelo.
El Kapo me manda sustituir al Galiziano en el montón y éste, mirándome torvamente,
va a su puesto al lado de Null Achtzehn; pero ahora ya están pasando los
prisioneros ingleses, ya pronto será hora de volver al campo.
Durante la marcha hago todo lo que puedo por andar de prisa, pero no puedo
sostener el paso; el Kapo designa a Null Achtzehn y a Finder para que me
sostengan hasta que pasemos ante los SS y, por fin (por fortuna esta noche
no se pasa lista), estoy en el barracón y puedo arrojarme sobre la litera
y respirar.
Puede que sea el calor, puede que el cansancio de la marcha, pero el dolor
ha vuelto, junto con una extraña sensación de humedad en el pie herido.
Me quito el zapato: está lleno de sangre, ahora restañada y mezclada con
el fango y con los hilos del trozo de tela que encontré hace un mes y que
uso como plantilla, un día en el izquierdo y otro en el derecho.
Esta noche, inmediatamente después de la sopa, iré al Ka–Be.
Ka–Be es la abreviatura de Krankenbau, la enfermería. Son ocho barracones,
en todo semejantes a los demás del campo, pero separados por una alambrada.
Permanentemente hay en ellos una décima parte de la población del campo,
pero son pocos los que están allí más de dos semanas y nadie más de dos
meses: dentro de estos límites tenemos que morirnos o curarnos. Quien tiende
a curarse, en Ka–Be se cura; quien tiende a agravarse, de Ka–Be lo mandan
a la cámara de gas.
Y eso porque, por fortuna, nosotros entramos en la categoría de los "judíos
económicamente útiles".
En el Ka–Be no había estado nunca, y tampoco en el Ambulatorio, y todo aquí
es nuevo para uní. Hay dos Ambulatorios, el Médico y el Quirúrgico. Ante
la puerta, en medio del viento y de la noche, hay dos largas filas de sombras.
Hay quien sólo necesita un vendaje o algunas pastillas, los demás necesitan
un reconocimiento; algunos llevan la muerte en la cara. Los primeros de
las dos filas están ya descalzos y dispuestos a entrar; los demás, a medida
que se aproxima su turno se las arreglan para, en medio de aquella multitud,
soltarse las ataduras provisionales y los hilos de alambre de los zapatos
y para desenrollar, sin romperlos, los preciosos trapos que les protegen
los pies; no demasiado pronto, para no quedarse sin necesidad descalzos
en el fango; no demasiado tarde para no perder su turno: porque entrar en
el Ka–Be con los zapatos puestos está estrictamente prohibido. Quien hace
cumplir la prohibición es un gigantesco Häftling francés que vive en la
garita que hay entre los dos ambulatorios. Es uno de los pocos funcionarios
franceses del campo: y no creáis que pasar la jornada entre los zapatos
desgarrados y llenos de barro es un privilegio pequeño. No hay más que pensar
en todos los que entran en Ka–Be con zapatos y ya no los necesitan para
salir...
Cuando me llega mi turno, logro soltarme milagrosamente los zapatos y los
trapos sin perder ni unos ni otros, sin dejarme robar la escudilla ni los
guantes y teniendo el gorro bien apretado entre las manos porque por ningún
motivo puede llevarse puesto al entrar en los barracones.
Dejo los zapatos en el depósito y me dan el recibo, después de lo cual,
descalzo y cojeando, las manos ocupadas con todas mis pobres posesiones
que no puedo dejar en ninguna parte, me admiten dentro y me pongo a hacer
otra cola que llega hasta la sala de visitas.
En esta cola uno se va desnudando progresivamente y, cuando se llega al
frente ya hay que estar desnudo porque un enfermero le mete el termómetro
a uno debajo del sobaco; si alguien está vestido pierde su turno y tiene
que ponerse de nuevo en la cola. Todos tienen que ponerse el termómetro,
aunque lo que tengan sea sarna o dolor de muelas.
De esta manera se está seguro de que quien no esté realmente enfermo no
va a someterse por capricho a este complicado ritual.
Por fin me llega el turno: soy admitido ante el médico, el enfermero me
quita el termómetro y anuncia:
–Número 174517, no tiene fiebre.
Yo no necesito un reconocimiento a fondo: inmediatamente me declaran Arztvormelder,
no sé lo que quiere decir pero éste no es sitio de pedir explicaciones.
Me expulsan de allí, recupero los zapatos y vuelvo al barracón.
Jaim se alegra conmigo: tengo una buena herida, no es peligrosa y me garantiza
un discreto período de descanso. Pasaré la noche en el barracón con los
demás, pero mañana por la mañana, en lugar de ir al trabajo tengo que ir
al médico para el reconocimiento definitivo: esto es lo que quiere decir
Arztvormelder. Jaim es experto en estas cosas y piensa que probablemente
mañana me ingresarán en el Ka–Be. Jaim es mi compañero de cama, y tengo
en él una fe ciega. Es un polaco, un hebreo piadoso, estudioso de la Ley.
Tiene poco más o menos mi edad, es relojero, y aquí en la Buna trabaja como
mecánico de precisión; está, por ello, entre los pocos que conservan la
dignidad y la seguridad en sí que nacen de ejercer un oficio para el cual
se está preparado.
Ha sido así. Después de diana y del pan me han llamado con otros tres de
mi barracón. Nos han llevado a una esquina de la plaza de la Lista, donde
estaban, en una larga cola, todos los Arztvormelder de hoy; ha venido un
tipo y me ha quitado la escudilla, la cuchara, el gorro y las manoplas.
Los demás se han echado a reír, ¿no sabía que tenía que esconderlos o habérselos
confiado a alguien, o mejor, venderlos, y que al Ka–Be no pueden llevarse?
Después miran mi número y sacuden la cabeza: de quien tiene número tan alto
puede esperarse cualquier tontería.
Luego nos han contado, nos han hecho desnudarnos afuera, al frío, nos han
quitado los zapatos, nos han vuelto a contar, nos han afeitado la barba
y el pelo y el vello, han vuelto a contarnos y nos han hecho ducharnos;
después ha venido un SS, nos ha mirado desinteresadamente, se ha parado
delante de uno que tenía un hidrocele muy abultado y lo hace ponerse a un
lado. Después de lo cual han vuelto a contarnos y nos han llevado a darnos
otra ducha por más que estuviésemos todavía empapados de la primera y algunos
temblasen de fiebre.
Ahora estamos preparados para el reconocimiento definitivo. Del otro lado
de la ventana se ve el cielo blanco, y a veces el sol; en este país se lo
puede mirar de frente, a través de las nubes como a través de un vidrio
ahumado. A juzgar por su posición deben de ser las catorce pasadas: adiós
potaje, y estamos en pie desde las seis y desnudos desde las diez.
Este segundo reconocimiento médico es también extraordinariamente rápido:
el médico (lleva el traje a rayas igual que nosotros pero con una blusa
por encima blanca, y el número cosido en la blusa, y está mucho más gordo
que nosotros) mira y palpa mi pie hinchado y sanguinolento, con lo que grito
de dolor, y luego dice:
–Aufgenommen Block 23.
Me quedo con la boca abierta, en espera de cualquier otra indicación, pero
alguien me empuja brutalmente hacia atrás, me arroja una capa sobre los
hombros desnudos, me tiende unos zapatos y me echa al aire libre.
A un centenar de metros está el Block 23; encima está escrito schonungsblock:
¿qué querrá decir? Dentro, me quitan la capa y las sandalias y una vez más
me encuentro desnudo y el último en una cola de esqueletos desnudos: los
hospitalizados de hoy.
Hace tiempo que he dejado de intentar entender. Por lo que me toca estoy
tan cansado de mantenerme sobre el pie herido que todavía no me han curado,
tan hambriento y muerto de frío que nada me interesa ya. Éste puede ser
muy bien el último día de mi vida, y esta sala la cámara de gas de que todos
hablan, ¿qué puedo hacer? Lo mejor es apoyarme en la pared, cerrar los ojos
y esperar.
Mi vecino no debe de ser judío. No está circundado, y además (ésta es una
de las pocas cosas que he aprendido hasta ahora) una piel tan blanca, una
cara y un cuerpo tan macizos son característicos de los polacos no judíos.
Me lleva una cabeza, pero tiene una fisonomía bastante cordial, como sólo
la tienen quienes no pasan hambre.
He intentado preguntarle si sabe cuándo nos dirán que entremos. Se ha vuelto
hacia el enfermero, que se le parece como un hermano gemelo y está fumando
en un rincón; se han puesto a hablar y a reírse sin contestarme, como si
yo no existiese: luego uno de ellos me cogió el brazo y miró el número,
y se rieron más fuerte. Todos saben que los ciento setenta y cuatro mil
son los judíos italianos, llegados hace dos meses, todos abogados, médicos,
eran más de cien y ya no son más que cuarenta, son los que no saben trabajar
y se dejan robar el pan y reciben bofetadas de la mañana a la noche, los
alemanes los llaman zwei linke Hände (dos manos izquierdas), y hasta los
judíos polacos los desprecian porque no saben hablar yiddish.
El enfermero señala al otro mis costillas, como si fuese un cadáver en una
sala anatómica; le indica mis párpados y mejillas hinchadas y mi cuello
delgado, se curva y me aprieta con el índice sobre la tibia y hace observar
al otro la profunda depresión que me deja el dedo en la carne, pálida como
la cera.
Quisiera no haberle dicho nunca nada al polaco: me parece que nunca, en
toda mi vida, he sufrido una afrenta más atroz que ésta. El enfermero, mientras
tanto, parece que ha terminado su demostración en su lengua, que no entiendo
y que me suena terrible; se vuelve a mí y, en un cuasialemán, caritativamente,
me hace un resumen:
–Du Jude kapput. Du schnell Krematorium fertig (tú, judío, ya estás listo,
en seguida al crematorio).
Han pasado unas cuantas horas antes de que todos los ingresados fuésemos
agarrados con violencia, recibiésemos la camisa y se recogiese nuestra ficha.
Como de costumbre, yo he sido el último; un tipo de traje a rayas nuevo
y flamante me pregunta dónde he nacido, qué oficio tenía "de paisano", si
tenía hijos, qué enfermedades he tenido, un montón de preguntas que para
qué pueden servir, es una puesta en escena complicada para reírse de nosotros.
¿Será así el hospital? Nos tienen de pie y nos hacen preguntas.
Por fin se ha abierto la puerta también para mí y he podido entrar en el
dormitorio.
Aquí, igual que en todas partes, las literas de tres pisos, en tres filas
a lo largo de todo el barracón, separadas por dos pasillos estrechísimos.
Las literas son ciento cincuenta, los enfermos unos doscientos cincuenta:
por consiguiente, dos en casi todas las literas. Los enfermos de las literas
superiores, aplastados contra el techo, no pueden apenas sentarse; se asoman
curiosos a ver a los que llegamos hoy, es el momento más interesante de
la jornada, siempre se encuentra a algún conocido. A mí me asignan a la
litera 10; ¡milagro: está vacía! Me estiro con delicia, es la primera vez,
desde que estoy en el campo, que tengo una litera para mí solo. A pesar
del hambre me quedo dormido antes de diez minutos.
La vida del Ka–Be es de limbo. Las incomodidades materiales son relativamente
pocas aparte del hambre y de los dolores propios de la enfermedad. No hace
frío, no se trabaja y, de no cometer alguna falta grave, no pegan.
El toque de diana es a las cuatro, también para los enfermos; hay que hacer
la cama y lavarse pero no hay mucha prisa ni mucho rigor. A las cinco y
media reparten el pan, y se lo puede cortar cómodamente en rebanadas finas,
y comerlo echado con toda calma; luego, uno se puede volver a dormir hasta
que llegue el reparto del caldo de mediodía. Hasta las cuatro de la tarde
es Mittagsruhe, el reposo del mediodía, la siesta, a esta hora es generalmente
la visita del médico y las curas, hay que bajarse de las literas, quitarse
la camisa y ponerse en fila delante del médico. También el rancho vespertino
se distribuye por las camas; después de lo cual, a las nueve, se apagan
todas las luces menos la lamparilla velada del vigilante nocturno, y se
hace el silencio.
... Y por primera vez desde que estoy en el campo el toque de diana me coge
en un sueño profundo, y el despertar es un retorno de la nada. Cuando llega
la distribución del pan, se oye lejana, más allá de las ventanas, en el
aire oscuro, la banda que empieza a tocar: son nuestros compañeros sanos
que salen al trabajo en formación.
Desde el Ka–Be no se oye bien la música: llega asiduo y monótono el martilleo
del bombo y de los platillos, pero sobre su trama las frases musicales se
dibujan tan sólo a intervalos, a capricho del viento. Nosotros nos miramos
unos a otros desde las camas, porque todos sentimos que esta música es infernal.
Los motivos son pocos, una docena, cada día los mismos, mañana y tarde:
marchas y canciones populares que les gustan a todos los alemanes. Están
grabadas en nuestras mentes, serán lo último del Lager que olvidemos: son
la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica, de la decisión
ajena de anularnos primero como hombres para después matarnos lentamente.
Cuando suena esta música sabemos que nuestros compañeros, afuera en la niebla,
salen en formación, como autómatas; tienen las almas muertas y la música
los empuja, como el viento a las hojas secas, y es un sustituto de su voluntad.
La voluntad ya no existe: cada latido se convierte en un paso, en una contracción
refleja de los músculos deshechos. Los alemanes lo han conseguido. Son diez
mil y son sólo una máquina gris: están determinados exactamente; no piensan
y no quieren, andan.
Al desfile de salida y de entrada los SS no faltan nunca. ¿Qué podría negarles
el derecho de asistir a esta coreografía montada por ellos mismos, a la
danza de los hombres extintos, escuadra tras escuadra, en camino desde la
niebla hacia la niebla? ¿Qué mejor prueba de su victoria?
También los del Ka–Be conocen este ir y volver del trabajo, la hipnosis
del ritmo interminable que mata el pensamiento y calma el dolor; lo han
experimentado y volverán a experimentarlo. Pero es preciso salir del encantamiento,
oír la música fuera como ocurría en el Ka–Be o como la recordamos ahora,
luego de la liberación y el renacimiento, sin obedecerla, sin sufrirla,
para comprender lo que era; para comprender por qué calculada razón los
alemanes habían creado este mito monstruoso y por qué, todavía hoy, cuando
la memoria nos restituye alguna de aquellas inocentes canciones, se nos
hiela la sangre en las venas y nos damos cuenta de que haber vuelto de Auschwitz
no ha sido suerte pequeña.
Tengo dos vecinos de litera. Yacen todo el día y toda la noche flanco contra
flanco, piel contra piel, cruzados como los peces del zodíaco, de manera
que los pies de cada uno están a la altura de la cabeza del otro.
Uno es Walter Bonn, un holandés educado y bastante culto. Ve que no tengo
nada para cortar el pan, me presta su cuchillo, después me ofrece vendérmelo
por media ración de pan. Yo le discuto el precio y luego renuncio, pienso
que aquí en Ka–Be siempre encontraré a alguien que me preste uno, y afuera
cuestan sólo un tercio de ración. No por ello Walter es menos cortés y,
a mediodía, comido su potaje, limpia con los labios la cuchara (lo que es
una buena costumbre antes de prestarla, para limpiarla y para no desperdiciar
las manchas de potaje que se le pegan) y me la ofrece espontáneamente.
–¿Qué enfermedad tienes, Walter?
–Körperschawäche (consunción orgánica).
Es la peor enfermedad: no puede curarse, y es muy peligroso entrar en Ka–Be
con este diagnóstico. Si no hubiera sido por el edema en los tobillos (y
me lo enseña) que no le deja ir a trabajar se hubiera guardado mucho de
venir a la consulta. Sobre este tipo de peligros yo tengo todavía unas ideas
bastante confusas. Todo el mundo habla de ello indirectamente, con alusiones,
y cuando hago ciertas preguntas me miran y callan.
¿Es verdad, entonces, lo que he oído decir de la selección, del gas, del
crematorio?
Crematorio. El otro, el vecino de Walter se despierta sobresaltado, se endereza:
¿quién está hablando del crematorio? ¿Qué es lo que pasa? ¿No se puede dejar
tranquilos a los que están durmiendo? Es un judío polaco, albino, de cara
descarnada y bonachona, ya mayor. Se llama Schmulek, es herrero. Walter
lo mira un momento.
¿Así es que der Italyener no cree en las selecciones? Schmulek querría hablar
alemán pero habla yiddish; lo entiendo difícilmente, y sólo porque quiere
hacerse entender. Hace callar a Walter con un signo, él me convencerá:
–Enséñame tu número: tú eres el 174517. Esta numeración ha empezado hace
dieciocho meses y sirve para Auschwitz y para los campos que dependen de
él. Ahora somos diez mil en Buna–Monowitz; puede que treinta mil entre Auschwitz
y Birkenau. Wo sind die Andere? (¿dónde están los demás?).
–¿Los habrán transferido a otros campos?... –le propongo.
Schmulek menea la cabeza, se vuelve a Walter:
–Er will nix verstayen (no quiere entender).
Pero sería el destino quien me habría de hacer entender en seguida, y a
costa del propio Schmulek. Por la noche se abrió la puerta del barracón,
una voz gritó:
–Achtung –y se calló cualquier rumor y se sintió un silencio de plomo.
Entraron dos SS (uno de los dos con muchos galones, ¿puede que sea un oficial?),
resonaban en el barracón sus pasos como si estuviese vacío; hablaron con
el médico en jefe, que les enseñó un registro, señalando acá y allá. El
oficial tomó nota en una libreta. Schmulek me dio en una rodilla:
–Pass'auf pass'auf (fíjate bien).
El oficial seguido por el médico, da vueltas, en silencio y con despreocupación,
entre las literas; lleva en la mano una fusta, levanta con ella un pico
de manta que cuelga de una litera alta, el enfermo se precipita a remeterla.
El oficial pasa más adelante. Hay uno de cara amarilla; el oficial le arranca
la manta, él se estremece, el oficial le palpa el vientre:
–Gut, gut –luego pasa más adelante.
Le ha echado la vista encima a Schmulek; saca la libreta, compara el número
de la libreta con el número del tatuaje. Yo sigo todo, desde arriba: hace
una cruz junto al número de Schmulek. Luego sigue más adelante.
Yo miro ahora a Schmulek, y detrás de él veo los ojos de Walter, y no hago
ninguna pregunta. Al día siguiente, en lugar del grupo acostumbrado de curados,
han salido dos grupos distintos. A los primeros los han afeitado y rapado
y se han duchado. Los segundos han salido como estaban, con la barba larga,
sin que se les haya renovado la medicación, sin haberse duchado. Nadie ha
despedido a estos últimos, nadie les ha dado recados para los compañeros
sanos.
Entre los últimos estaba Schmulek.
De esta manera discreta y ordenada, sin aparato y sin cólera, por el barracón
del Ka–Be se pasea todos los días la catástrofe, y le toca a éste o a aquél.
Al irse Schmulek me dejó la cuchara y el cuchillo, Walter y yo hemos evitado
mirarnos y nos hemos quedado en silencio durante mucho tiempo. Luego, Walter
me pregunta que cómo puedo conservar tanto tiempo mi ración de pan, y me
explica que él de costumbre corta la suya a lo largo para tener rajas más
anchas sobre las que extender la margarina con más facilidad.
Walter me explica muchas cosas: Schonungsblock quiere decir barracón de
reposo, aquí sólo hay enfermos leves, o convalecientes, o los que no necesitan
curas. Entre éstos, por lo menos una cincuentena de disentéricos más o menos
graves.
A éstos los reconocen cada tres días. Se ponen en fila en el pasillo, a
un extremo hay dos orinales de latón y el enfermero con un registro, un
reloj y un lapicero. De dos en dos los enfermos se adelantan y tienen que
probar, en el acto y rápidamente, que su diarrea continúa; para ello se
les concede un minuto después del cual enseñan al enfermero el resultado,
y éste lo observa y lo juzga; lavan rápidamente los orinales en una tina
que está al lado y vienen los dos siguientes.
Entre los que esperan algunos se retuercen en los espasmos por conservar
el precioso testimonio durante todavía veinte, todavía diez minutos más;
otros, privados de recursos en aquel momento, tensan las venas y los músculos
en el esfuerzo contrario. El enfermero asiste impasible, mordisqueando el
lapicero, echando una mirada al reloj, otra mirada a las muestras que le
presentan una detrás de otra. En los casos dudosos se va con el orinal para
consultar al médico.
... He tenido una visita: Piero Sonnino, el romano.
–¿Has visto cómo me las he arreglado?
Piero tiene una enteritis bastante ligera, está aquí hace veinte días y
se siente bien, descansa y engorda, se ríe de las selecciones y está decidido
a estar en el Ka–Be hasta que termine el invierno, pase lo que pase. Su
método consiste en hacer cola detrás de cualquiera de los disentéricos verdaderos
que le ofrezca garantía de éxito; cuando le toca a él el turno le pide su
colaboración (que le pagará con sopa o pan) y si éste está de acuerdo y
el enfermero se distrae un momento le cambia el orinal entre la multitud,
y hecho. Piero sabe a lo que se expone, aunque hasta ahora le ha salido
bien.
Pero la vida del Ka–Be no es esto. No son los instantes cruciales de las
selecciones, no son los episodios grotescos de las revisiones de la diarrea
y de los piojos, ni siquiera son las enfermedades.
El Ka–Be es el Lager sin las incomodidades materiales. Por eso, al que todavía
le queda un germen de conciencia, allí la recupera; porque durante las larguísimas
jornadas ya vacías se habla de otra cosa que de hambre y de trabajo, y llegamos
a reflexionar en qué hemos sido convertidos, cuánto nos han quitado, qué
es esta vida. En este Ka–Be, paréntesis de relativa paz, hemos aprendido
que nuestra personalidad es frágil, que está mucho más en peligro que nuestra
vida; y que los sabios antiguos, en lugar de advertirnos "acordáos de que
tenéis que morir" mejor habrían hecho en recordarnos este peligro mayor
que nos amenaza. Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido
dirigirse a los hombres libres, habría sido éste: no hagáis nunca lo que
nos están haciendo aquí.
Cuando se está trabajando se sufre y no queda tiempo de pensar: nuestros
hogares son menos que un recuerdo. Pero aquí tenemos todo el tiempo para
nosotros: de litera a litera, a pesar de la prohibición, nos visitamos,
y hablamos y hablamos. El barracón de madera, cargado de humanidad doliente,
está lleno de palabras, de recuerdos y de otro dolor. Heimweh se llama en
alemán este dolor, es una bella palabra y quiere decir "dolor de hogar".
Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo exterior pueblan nuestros
sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado
nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros dolorosamente nítido.
Pero adónde vamos no lo sabemos. Tal vez podamos sobrevivir a las enfermedades
y escapar a las selecciones, tal vez hasta resistir el trabajo y el hambre
que nos consumen: ¿y luego? Aquí, alejados momentáneamente de los insultos
y de los golpes, podemos volver a entrar en nosotros mismos y meditar, y
entonces se ve claro que no volveremos. Hemos viajado hasta aquí en vagones
sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a nuestros
hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y vuelta al
trabajo mudo, extinguida el alma antes de la muerte anónima. No volveremos.
Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa
en su carne, las malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre
capaz de hacer con el hombre.
NUESTRAS NOCHES
Después de veinte días de Ka–Be, como la herida se me había prácticamente
cicatrizado, con gran disgusto mío me mandaron fuera.
La ceremonia es sencilla, pero lleva consigo un período de readaptación
doloroso y peligroso. A quien a la salida del Ka–Be no cuenta con ayudas
especiales no lo devuelven a su Block y a su Kommando anterior sino que
es asignado, según criterios que yo desconocía, a cualquier otro barracón
y encargado de cualquier otro tipo de trabajo. Además, del Ka–Be se sale
desnudo; dan vestidos y zapatos "nuevos" (quiero decir, no los que se han
dejado a la entrada), con los que hay que luchar con rapidez y diligencia
para adaptarlos a uno mismo, lo que supone fatigas y gastos.
Hay que buscarse otra vez una cuchara y un cuchillo; y sobre todo, y ésta
es la circunstancia más grave, se encuentra uno como un intruso en un ambiente
desconocido, entre compañeros nunca vistos y hostiles, con jefes cuyo carácter
no se conoce y de quienes por consiguiente es difícil defenderse.
La facultad humana de hacerse un hueco, de segregar una corteza, de levantarse
alrededor de una frágil barrera defensiva, aun en circunstancias que parecen
desesperadas, es asombrosa, y merecería un estudio detenido. Se trata de
un precioso trabajo de adaptación, en parte pasivo e inconsciente y en parte
activo: de clavar un clavo sobre la litera para colgar los zapatos por la
noche; de establecer pactos tácitos de no agresión con los vecinos; de intuir
y aceptar las costumbres y las leyes de aquel determinado Kommando y de
aquel determinado Block. En virtud de este trabajo, después de algunas semanas,
se consigue llegar a cierto equilibrio, a cierto grado de seguridad frente
a los imprevistos; uno se ha hecho un nido, el trauma del trasvase ha sido
superado.
Mas el hombre que sale del Ka–Be, desnudo y casi siempre insuficientemente
restablecido, se siente
proyectado
en la oscuridad y en el vacío del espacio sideral. Los pantalones se le
caen, los zapatos le hacen daño, la camisa no tiene botones. Busca un contacto
humano y no encuentra más que espaldas vueltas. Es inerme y vulnerable como
un recién nacido, pero a la mañana siguiente tendrá que ir a trabajar.
En estas condiciones me encuentro yo cuando el enfermero, después de los
distintos ritos administrativos de rigor, me confía a los cuidados del Blockältester
del Block 45. Pero repentinamente un pensamiento me llena de alegría: ¡he
tenido suerte, éste es el Block de Alberto!
Alberto es mi mejor amigo. Sólo tiene veintidós años, dos menos que yo,
pero ninguno de los italianos ha demostrado una capacidad de adaptación
semejante a la suya. Alberto entró en el Lager con la cabeza alta, y vive
en el Lager ileso e incorrupto. Ha entendido antes que nada que esta vida
es una guerra; no se ha concedido ninguna indulgencia, no ha perdido el
tiempo en recriminaciones o quejas de sí mismo ni de los demás, sino que
desde el primer día ha bajado al campo de batalla. Lo sostienen su inteligencia
y su instinto: razona con justeza, con frecuencia no razona y también está
en lo justo. Entiende todo al vuelo: sólo sabe un poco de francés, y entiende
todo lo que dicen los alemanes y los polacos. Contesta en italiano y con
gestos, se hace entender y en seguida resulta simpático. Lucha por su vida
y, sin embargo, es amigo de todos. "Sabe" a quién necesita corromper, a
quién necesita evitar, de quién se puede compadecer y a quién debe resistir.
Y sin embargo (y por esta casualidad suya todavía hoy su recuerdo es para
mí querido y cercano), no se ha convertido en una persona triste. Siempre
vi, y todavía veo en él, la rara figura del hombre fuerte y apacible contra
quien se rompen las armas de la noche.
Pero no he conseguido compartir la litera con él, y ni siquiera Alberto
lo ha conseguido, aunque en el Block 45 goce ya de cierta popularidad. Es
una lástima, porque tener un compañero de cama de quien fiarse, o al menos
con quien uno pueda entenderse, es una ventaja inestimable; y además, estamos
en invierno y las noches son largas, y puesto que estamos obligados a intercambiar
nuestro sudor, nuestro olor y nuestro calor con alguien, bajo la misma manta
y en setenta centímetros de anchura, es muy deseable que se trate de un
amigo.
En invierno, las noches son largas, y se nos concede para el sueño un intervalo
de tiempo considerable.
Poco a poco se apaga el barullo del Block; hace más de una hora que se ha
terminado el reparto del rancho vespertino, y sólo algún obstinado continúa
raspando el fondo ya brillante de la escudilla, dándole vueltas minuciosamente
bajo la lámpara, con el entrecejo fruncido por la atención. El ingeniero
Kardos da vueltas por las literas curando los pies heridos y los callos
supurantes, éste es su negocio; no hay quien no renuncie de buena gana a
una rebanada de pan para que le alivien el tormento de las enconadas heridas
que sangran a cada paso durante todo el día, y de esta manera, honradamente,
el ingeniero Kardos ha resuelto el problema de su subsistencia.
Por la portezuela de atrás, a escondidas y mirando alrededor con cautela,
ha entrado el coplero. Se sienta en la litera de Wachsmann y en seguida
reúne en torno una pequeña multitud atenta y silenciosa. Canta una interminable
rapsodia en yiddish, siempre la misma, en cuartetas rimadas, de una melancolía
resignada y penetrante (¿o tal vez es así como la recuerdo porque la oí
entonces y en aquel sitio?); por las pocas palabras que entiendo, debe de
ser una canción que ha compuesto él mismo en la que ha encerrado toda la
vida del Lager con sus particularidades más pequeñas. Algunos se sienten
generosos y remuneran al coplero con un pellizco de tabaco o una hebra de
hilo; otros lo escuchan absortos, pero no le dan nada.
Suena de nuevo inesperadamente la llamada para la última función de la jornada:
Wer hat kaputt die Schuhe?, (¿quién tiene rotos los zapatos?), y se desencadena
súbitamente el fragor de los cuarenta o cincuenta pretendientes al cambio,
que se precipitan hacia el Tagesraum con furia desesperada, sabiendo que,
en la mejor de las hipótesis, sólo los diez primeros podrán ser satisfechos.
Después viene la calma. La luz se apaga una primera vez, durante pocos segundos,
para avisara los sastres que deben guardar sus preciosísimos aguja e hilo;
luego suena lejana la campana, y entonces llega la guardia de noche y todas
las luces se apagan definitivamente. No nos queda más que desnudarnos y
acostarnos.
No sé quién es mi vecino.
Ni siquiera estoy seguro de que sea siempre el mismo porque no le he visto
la cara más que unos segundos en el tumulto de la diana, de manera que mucho
mejor que la cara le conozco la espalda y los pies. No trabaja en mi Kommando
y viene a la litera sólo en el momento del toque de silencio; se envuelve
en la manta, me echa a un lado con un golpe de las caderas huesudas, me
vuelve la espalda y en seguida se pone a roncar. Con mi espalda contra la
suya, me esfuerzo por conquistar una superficie razonable de jergón; ejerzo
con los riñones una presión progresiva contra los suyos, luego me doy vuelta
y pruebo a empujarle con las rodillas, lo cojo por los tobillos y trato
de colocarlo un poco más allá de manera que no tenga sus pies pegados a
la cara: pero es inútil, es mucho más pesado que yo y parece petrificado
por el sueño.
Entonces me adapto a estar así, obligado a la inmovilidad, medio echado
sobre el travesaño de madera. Estoy tan cansado y atontado que no tardo
en dormirme yo también, y me parece que estoy durmiendo sobre los raíles
del tren.
El tren va a llegar: se oye el jadeo de la locomotora, que es mi vecino.
Todavía no estoy tan dormido como para no darme cuenta de la doble naturaleza
de la locomotora. Se trata precisamente de esa locomotora que remolcaba
hoy hasta la Buna los vagones que hemos tenido que descargar: la reconozco
también ahora, como cuando ha pasado junto a nosotros, se siente el calor
que irradia su flanco negro. Sopla, está cada vez más cerca, y siempre a
punto de echárseme encima y, sin embargo, nunca llega. Mi sueño es muy ligero,
es un velo, si quiero, lo rasgo. Voy a hacerlo, quiero rasgarlo, así podré
quitarme de la vía. ¡Ya está!, como quería, estoy despierto: pero no realmente
despierto, sólo un poco más, en la grada superior de la escala entre el
subconsciente y la conciencia. Tengo los ojos cerrados, y no quiero abrirlos
para no dejar irse al sueño, pero puedo percibir los ruidos: ese silbido
lejano estoy seguro de que es real, no viene de la locomotora soñada, ha
sonado objetivamente: es el silbido de la Decauville, viene de la cantera
donde se trabaja también de noche. Una larga nota firme, después otra un
semitono más baja, luego otra vez la primera, pero corta y truncada. Este
silbido es algo importante: lo hemos oído tantas veces, lo hemos asociado
tantas con el sufrimiento del trabajo y del campo, que se ha convertido
en su símbolo y evoca directamente sus imágenes, como ocurre con algunas
músicas y algunos olores.
Aquí está mi hermana, y algún amigo mío indeterminado, y mucha más gente.
Todos están escuchándome y yo les estoy contando precisamente esto: el silbido
de las tres de la madrugada, la cama dura, mi vecino, a quien querría empujar,
pero a quien tengo miedo de despertar porque es más fuerte que yo. Les hablo
también prolijamente de nuestra hambre, y de la revisión de los piojos,
y del Kapo que me ha dado un golpe en la nariz y luego me ha mandado a lavarme
porque sangraba. Es un placer intenso, físico, inexpresable, el de estar
en mi casa, entre personas amigas, tener tantas cosas que contar: pero no
puedo dejar de darme cuenta de que mis oyentes no me siguen. O más bien,
se muestran completamente indiferentes: hablan confusamente entre sí de
otras cosas, como si yo no estuviese allí. Mi hermana me mira. Se pone de
pie y se va sin decir palabra.
Entonces nace en mí un dolor desolado, como ciertos dolores que apenas se
recuerdan de los primeros años de la infancia: es el dolor en su estado
puro, sin templar por el sentimiento de la realidad ni por la intrusión
de circunstancias extrañas, semejantes, a aquellos por los que los niños
lloran; y es mejor que vuelva a salir a la superficie, pero esta vez abro
los ojos deliberadamente, para tener frente a mí la garantía de estar efectivamente
despierto.
Tengo el sueño delante, caliente todavía, y yo, aunque despierto, estoy
todavía lleno de su angustia: y entonces me doy cuenta de que no es un sueño
cualquiera, sino de que desde que estoy aquí lo he soñado no una vez, sino
muchas, con pocas variantes de ambiente y de detalle. Ahora estoy enteramente
lúcido, y me acuerdo de que ya se lo he contado a Alberto y de que él me
ha confiado, para mi asombro, que también lo sueña él, y que es el sueño
de otros muchos, tal vez de todos. ¿Por qué pasa esto? ¿Por qué el dolor
de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena
repetida de la narración que se hace y nadie escucha?
... Mientras medito así, intento aprovechar el intervalo de vigilia para
sacudirme los jirones de angustia del sopor precedente, para no comprometer
la cualidad del sueño venidero. Me siento encogido en la oscuridad, miro
alrededor y aguzo el oído.
Se oye respirar y roncar a los que duermen, a alguno que gime y habla. Muchos
chasquean los labios y baten las mandíbulas. Sueñan que están comiendo:
éste es también un sueño colectivo. Es un sueño despiadado, quien inventó
el mito de Tántalo debía de conocerlo. No sólo se ven los alimentos, sino
que se sienten en la mano distintos y concretos, se percibe su olor rico
y violento; hay quien se los lleva a los labios, pero alguna circunstancia,
diferente cada vez, hace que el acto no llegue a cumplirse. Entonces desaparece
el sueño y se rompen sus elementos, pero luego se rehace, y empieza otra
vez igual y cambiado: y esto sin tregua, para todos nosotros, durante todas
las noches y durante todo lo que dura el sueño.
Deben
ser ya más de las once porque es intenso el ir y venir al cubo que está
junto al guardia nocturno. Es un tormento obsceno y una vergüenza indeleble:
cada dos, cada tres horas, tenemos que levantarnos para verter la gran dosis
de agua que de día estamos obligados a absorber en forma de potaje que nos
calma el hambre: es la misma agua que por la noche nos hincha los tobillos
y las orejas e imprime a todas las fisonomías una semejanza deforme, y cuya
eliminación impone a los riñones un trabajo enervante.
No se trata sólo de la procesión al cubo; es ley que el último que usa el
cubo tenga que vaciarlo en la letrina; y también es ley que por la noche
no se salga del barracón más que en traje nocturno (camisa y calzoncillos)
y dando el número al guardia. Se sigue de ello, previsiblemente, que el
guardia nocturno trate de exonerar de tal servicio a sus amigos, a sus compatriotas
y a los importantes; añádase además que los veteranos del campo tienen los
sentidos afinados de tal manera que sin levantarse de las literas están
milagrosamente capacitados para distinguir, sólo por el sonido de las paredes
del cubo, si el nivel está o no en el límite peligroso, por lo cual casi
siempre consiguen evitar el tener que vaciarlo. Por lo tanto, los candidatos
al servicio del cubo son, en cada barracón, un número muy limitado, mientras
el total de los litros que hay que eliminar es por lo menos de doscientos
y por consiguiente el cubo debe ser vaciado unas veinte veces.
En resumen, es muy grande el riesgo que nos acecha a nosotros, los inexpertos
y no privilegiados, cada noche, cuando la necesidad nos empuja al cubo.
Inesperadamente, el guardia nocturno salta de su rincón y nos espía, garabatea
nuestro número, nos da un par de zuecos de madera y el cubo, y nos arroja
afuera en medio de la nieve, temblando y dormidos. Nos toca arrastrarnos
hasta la letrina con el cubo que da golpes contra las pantorrillas desnudas,
desagradablemente caliente; está lleno mucho más allá de cualquier límite
razonable y es inevitable que, con las sacudidas, algo se derrame sobre
los pies, de manera que por muy repugnante que sea esta función siempre
es preferible tener que ir nosotros mismos a que tenga que ir nuestro compañero
de litera.
Así se arrastran nuestras noches. El sueño de Tántalo y el sueño del relato
se insertan en un tejido de imágenes menos claras: el sufrimiento del día,
compuesto de hambre, golpes, frío, cansancio, miedo y promiscuidad, reaparece
por las noches en pesadillas informes de una violencia inaudita como en
la vida libre se tienen sólo en las noches de fiebre. Se despierta uno a
cada instante, helado de terror, con todos los miembros sobresaltados, bajo
la impresión de una orden gritada por una voz llena de cólera, en una lengua
que no se entiende. La procesión del cubo y los tropezones de los talones
desnudos en la madera del suelo se transforman en otra procesión simbólica:
somos nosotros, grises e idénticos, pequeños como hormigas y grandes hasta
las estrellas, apretados el uno contra el otro, innumerables, ocupando toda
la llanura hasta el horizonte; a veces nos fundimos en una sustancia única,
una masa angustiosa en la que nos sentimos apresados y sofocados; a veces,
en un desfile hacia el cubo, sin principio y sin fin, con un vértigo cegador
y una marea de náuseas que nos sube del estómago a la garganta; a no ser
que el hambre, o el fijo, o la vejiga llena nos conduzcan los sueños por
los caminos acostumbrados. Tratamos en vano, cuando la misma pesadilla o
el malestar nos despiertan, de desenredar sus componentes y de apartarlos
por separado del campo de nuestra atención para poder proteger al sueño
de su intrusión: no acabamos de cerrar los ojos cuando sentimos de nuevo
que el cerebro se nos pone en movimiento fuera del alcance de nuestra voluntad;
da golpes y zumbidos, incapaz de descanso fabrica fantasmas y signos terribles,
y sin pausa los dibuja y los agita en la niebla gris sobre la pantalla de
nuestros sueños.
Pero durante toda la noche, a través de las alternativas del sueño, de la
vigilia y de la pesadilla, acecha la espera y el terror del momento del
despertar: mediante la misteriosa facultad que muchos conocen podemos, aun
sin relojes, prever su estallido con gran aproximación. A la hora de diana,
que varía de una estación a otra, pero que siempre cae mucho antes del alba,
suena largamente la sirena del campo, y entonces en todos los barracones
el guardia de noche recoge: enciende las luces, se levanta, se estira y
pronuncia la condena de cada día: Aufstehen, o con más frecuencia, en polaco:
Wstawa'c.
Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawa'c: es un momento de dolor
demasiado agudo para que el sueño más duro no se rompa al sentirlo acercarse.
El guardia nocturno lo sabe y por eso es por lo que no lo pronuncia con
tono de orden, sino con una voz llana y baja, como quien sabe que el anuncio
va a encontrar atentos todos los oídos y va a ser escuchado y obedecido.
La palabra extranjera cae como una piedra en el fondo de todos los ánimos.
"A levantarse": la ilusoria barrera de las mantas cálidas, la frágil coraza
del sueño, la evasión nocturna, aun tormentosa, caen hechas pedazos en torno
y nos encontramos despiertos sin remisión, expuestos a las ofensas, atrozmente
desnudos y vulnerables. Empieza un día como todos los días, de tal manera
largo que no se puede razonablemente concebir su fin, tanto frío, tanta
hambre, tanto cansancio nos separan de él: por lo cual, lo mejor es concentrar
la atención y el deseo en el trozo de pan gris, que es pequeño, pero que
dentro de una hora será nuestro y durante cinco minutos, hasta que lo hayamos
devorado, constituirá todo cuanto la ley de este sitio nos consiente poseer.
Al Wstawa'c se vuelve a poner en movimiento el remolino. Todo el barracón
entra sin transición en una actividad frenética: todos trepan arriba y abajo,
hacen la litera y a la vez tratan de vestirse, de manera que ninguna de
sus pertenencias quede sin custodia; la atmósfera se llena del polvo fino
hasta hacerse opaca; los más rápidos se abren paso a codazos entre la multitud
para ir a los lavabos y a la letrina antes de que haya cola. Inmediatamente
entran en escena los barrenderos y nos echan afuera a todos a golpes y a
gritos.
Cuando he hecho la cama y me he vestido, bajo al suelo y me pongo los zapatos.
Entonces se me vuelven a abrir las heridas de los pies y empieza una nueva
jornada.
EL TRABAJO
Antes de Resnyk, dormía conmigo un polaco cuyo nombre nadie sabía; era tranquilo
y silencioso, tenía dos viejas heridas en las tibias y por las noches emanaba
un fino olor a enfermo; tenía también delicada la vejiga y por eso se despertaba
y me despertaba ocho o diez veces cada noche.
Una tarde me dio los guantes para que se los guardase y se fue al hospital.
Durante media hora tuve la esperanza de que el furrier hubiese olvidado
de que me había quedado como único ocupante de mi litera pero, ya después
del toque de silencio, la litera tembló y un tipo alto y pelirrojo, con
la numeración de los franceses de Drancy se subió a mi lado.
Tener un compañero de cama alto de estatura es una desgracia, significa
perder horas de sueño; y precisamente a mí me tocan siempre compañeros altos
porque yo soy bajo y dos altos juntos no pueden dormir. Pero a pesar de
ello vi en seguida que Resnyk no era un mal compañero. Hablaba poco y cortésmente,
era limpio, no roncaba, no se levantaba más que dos o tres veces cada noche
y siempre con mucha delicadeza. Por la mañana, se ofreció a hacer él la
cama (ésta es una operación complicada y penosa, y además de notable responsabilidad
porque los que hacen mal la cama, los schlechte Bettenbauer, son castigados
rigurosamente), y lo hizo de prisa y bien; de manera que experimenté cierto
placer fugaz al ver más tarde, al pasar lista, que lo habían agregado a
mi Kommando.
Durante la marcha hacia el tajo resbalándonos con los gruesos zuecos sobre
la nieve helada, cambiamos algunas palabras, y supe que Resnyk es polaco;
ha vivido en París veinte años, pero habla un francés increíble. Tiene treinta
años pero, como a todos nosotros, se le podrían calcular entre diecisiete
y cincuenta. Me contó su historia, que he olvidado hoy, pero era una historia
dolorosa, cruel y conmovedora; porque así son todas nuestras historias,
cientos de miles de historias, todas distintas y todas llenas de una trágica
y desconcertante fatalidad. Nos las contamos por las noches, y han sucedido
en Noruega, en Italia, en Argelia, en Ucrania, y son sencillas e incomprensibles
como las historias de la Biblia. ¿Pero acaso no son también historias de
una nueva Biblia?
Al llegar al tajo, nos llevaron a la Eisenröhreplatz, que es la explanada
donde se descargan los tubos de hierro, y empezaron a suceder las cosas
acostumbradas de todos los días. El Kapo volvió a pasar lista, apuntó al
nuevo y se puso de acuerdo con el Meister civil sobre el trabajo del día.
Después, nos confió al Vorarbeiter y se fue a dormir a la caseta de las
herramientas, cerca de la estufa; éste no es un Kapo molesto, porque no
es judío y no tiene miedo a perder el puesto. El Vorarbeiter distribuyó
las palancas de hierro entre nosotros y los gatos entre sus amigos; se desarrolló
la pequeña lucha acostumbrada por conquistar las palancas más ligeras, y
a mí me ha ido mal, la mía ha sido la torcida, que pesa unos quince kilos;
sé que, aunque trabajase con ella en el vacío, media hora más tarde estaría
muerto de cansancio.
Luego, nos fuimos, cada uno con su palanca, tropezando con la nieve en deshielo.
A cada paso un poco de nieve y de fango se nos pegan a las suelas de madera
hasta que andamos inestablemente sobre dos pesados amasijos informes de
los que no podemos liberarnos; de repente, uno se despega y entonces es
como si tuvieses una pierna un palmo más corta que la otra.
Hoy hay que descargar del vagón un enorme cilindro de hierro colado: creo
que es un tubo de síntesis, debe de pesar varias toneladas. Para nosotros
es mejor, porque es mucho menos lo que nos cansamos con las cargas grandes
que con las pequeñas; en realidad el trabajo está más repartido y se nos
dan herramientas adecuadas; pero estamos en peligro, no podemos distraernos,
una distracción de un segundo y nos pueden aplastar.
Meister Nogalla en persona, el capataz polaco, tieso, serio y taciturno,
ha vigilado la operación de descarga. Ahora el cilindro está en el suelo
y Meister Nogalla dice: Bohlen holen.
Se nos oprime el corazón. Quiere decir "traed las traviesas" para construir
sobre el fango blando la vía sobre la que habrá que empujar el cilindro
con las palancas hasta dentro de la fábrica. Pero las traviesas están hundidas
en el terreno, y pesan ochenta kilos; se sitúan en el límite de nuestras
fuerzas. Los más fuertes de nosotros pueden, trabajando en pareja, llevar
traviesas durante algunas horas; para mí es una tortura, la carga se me
hunde en el hueso del hombro, después del primer viaje estoy sordo y casi
ciego por el esfuerzo, y cometería cualquier bajeza para sustraerme al segundo.
Voy a intentar emparejarme con Resnyk, que parece un buen trabajador, y
además, como es alto, tendrá que soportar la mayor parte del peso. Sé que
lo normal es que Resnyk me rechace con desprecio y se empareje con otro
individuo fuerte; entonces pediré permiso para ir a la letrina, y me quedaré
allí lo más posible, y luego intentaré esconderme con la seguridad de que
inmediatamente me encontrarán, me insultarán y me pegarán; pero cualquier
cosa es mejor que este trabajo.
Pero no: Resnyk acepta, y no solamente eso, sino que levanta él solo la
traviesa y me la apoya en el hombro derecho con cuidado; luego levanta el
otro extremo, se lo pone sobre el hombro izquierdo y echamos a andar.
La traviesa tiene pegados nieve y barro, a cada paso me golpea la oreja
y la nieve me da en el cuello. Después de una cincuentena de pasos, me siento
en el límite de lo que suele llamarse la capacidad de aguante: se me doblan
las rodillas, el hombro me duele como si me lo estuviesen mordiendo, no
puedo aguantar el equilibrio. A cada paso siento que el fango ávido me chupa
los zapatos, este fango polaco omnipresente cuyo monótono horror llena nuestras
jornadas.
Me muerdo los labios profundamente: sabemos bien que el ocasionarse un pequeño
dolor sirve de estimulante para poner en movimiento las últimas reservas
de energía. También lo saben los Kapos: algunos nos golpean por pura bestialidad
y violencia, pero hay otros que nos golpean cuando estamos ya bajo la carga,
casi amorosamente, acompañando los golpes con palabras de exhortación y
de ánimo, como hacen los carreteros con los buenos caballos.
Llegados al cilindro, descargamos la traviesa y yo me quedo rígido, con
los ojos vacíos, la boca abierta y los brazos colgando, sumido en el éxtasis
efímero y negativo del cese del dolor. En un crepúsculo de agotamiento,
espero el empujón que me haga volver al trabajo, e intento aprovechar cada
segundo de la espera para recobrar algo de energía.
Pero el empujón no llega: Resnyk me da en el codo, lo más despacio posible
volvemos a las traviesas. Por allí están los otros, en parejas, todos tratando
de tardar lo más posible en someterse a la carga.
Allons, petit, attrape. Esta traviesa está seca y es un poco más ligera,
pero al terminar el segundo viaje me presento al Vorarbeiter y le pido permiso
para ir a la letrina.
Tenemos la ventaja de que nuestra letrina está más bien lejos; lo que nos
permite, una vez al día, una ausencia un poco más larga de lo normal, y
además, como está prohibido que vayamos solos, nos acompaña Wachsmann, el
más débil y torpe del Kommando, a quien se le ha dado el cargo de Scheissbegleiter,
"el acompañante a las letrinas"; Wachsmann, en virtud de tal nombramiento,
es responsable de cualquier hipotética (¡hipótesis ridícula!) tentativa
de fuga y, más realistamente, de cualquier retraso.
Como mi petición ha sido atendida, me voy por el barro, por la nieve gris
y por entre los escombros metálicos, escoltado por el pequeño Wachsmann.
No llego a entenderme con él, porque no hablamos ninguna lengua en común;
pero sus compañeros me han dicho que es rabino, y hasta Melamed, sabio de
la Thorá, y además, que en su tierra, en Galitzia, tenía fama de sanador
y de taumaturgo. Y puedo creerlo, al pensar cómo, tan delgado y frágil y
delicado, puede trabajar desde hace dos años sin ponerse enfermo y sin haberse
muerto, sino por el contrario animado de una asombrosa vitalidad en la mirada
y en las palabras cuando por las noches pasa largas horas hablando de cuestiones
talmúdicas, incomprensiblemente, en yiddish y en hebreo con Mendi, que es
rabino modernista.
La
letrina es un oasis de paz. Es una letrina improvisada, que los alemanes
no han provisto todavía de los acostumbrados paneles de madera que separan
los distintos compartimientos: Nur für Engländen, Nur für Polen, Nur für
Ukrainische Frauen y así sucesivamente y, un poco aparte, Nur für Häftlinge.
En el interior, hombro contra hombro, están sentados cuatro Häftlinge famélicos;
un viejo barbudo, obrero ruso, con el haz azul de OST en el brazo izquierdo;
un muchacho polaco, con una gran P blanca en la espalda y el pecho; un preso
militar inglés, con la cara espléndidamente afeitada y rosada, el uniforme
caqui nítido, planchado y limpio, aparte de la gruesa marca de KG (Kriegsgefangener)
en la espalda. Un quinto Häfling está en la puerta, y a todo civil que entra
desabrochándose el cinturón le pregunta paciente y monótono: Êtes–vous Français?
Cuando vuelvo al trabajo, se ven pasar las camionetas del rancho, lo que
quiere decir que son las diez, y ésta es ya una hora decente, de manera
que el descanso de mediodía se perfila ya en la niebla del futuro remoto
y podemos empezar a sacar energía de la espera.
Hago todavía dos o tres viajes con Resnyk, tratando con todo cuidado, y
hasta yéndonos a los montones alejados, de encontrar traviesas más ligeras,
pero ya todas las mejores han sido transportadas y no quedan más que las
otras, atroces, de aristas cortantes, cargadas de barro y hielo, con las
láminas metálicas para sujetar los raíles clavadas ya.
Cuando viene Franz a llamar a Wachsmann para que vaya con él a recoger el
rancho, quiere decir que son las once y que la mañana casi está pasada,
y nadie piensa en la tarde. Después es la vuelta de la cuadrilla, a las
once y media, y el interrogatorio de rigor, cuánto potaje hoy, y de qué
clase, y si te ha tocado de arriba o del fondo del perol; yo me esfuerzo
por no hacer esas preguntas, pero no puedo dejar de prestar un oído ávido
a las respuestas, y la nariz al humo que el viento trae de la cocina.
Y por fin, como un meteoro celeste, sobrenatural e impersonal como una señal
divina, la sirena de mediodía estalla para consolar nuestro cansancio y
nuestra hambre anónima y unánime. Y de nuevo suceden las cosas acostumbradas:
corremos todos al barracón y nos ponemos en fila con las escudillas tendidas,
y todos tenemos una prisa animal por mojarnos las vísceras con el brebaje
caliente, pero nadie quiere ser el primero, porque al primero le toca la
ración más líquida. Como de costumbre, el Kapo nos escarnece y nos insulta
por nuestra voracidad. Y mucho se guarda de remover la marmita, porque el
fondo lo reserva claramente para él. Después viene la beatitud (ésta positiva
y visceral) de la distensión y del calor en la barriga y en la caseta en
torno a la estufa crepitante. Los fumadores, con gesto avaro y piadoso,
lían un delgado cigarrillo, y toda nuestra ropa, empapada de nieve y de
fango, humea densamente al calor de la estufa, con un olor de perrera y
de rebaño.
Según un tácito acuerdo, nadie habla: pasado un minuto, todos duermen, apretados
codo con codo, cayéndose de repente hacia delante y enderezándose con una
sacudida de espaldas. Por detrás de los párpados apenas cerrados irrumpen
violentamente los sueños, y éstos son también los de costumbre. Estar en
nuestra casa, en un maravilloso baño caliente. Estar en nuestra casa sentados
a la mesa. Estar en casa y contar este trabajo sin esperanza, este tener
siempre hambre, este dormir de esclavos.
Luego, en el seno de los vapores de las digestiones torpes, un núcleo doloroso
se condensa, y no punza, y crece hasta pasar los límites de la con ciencia
y nos quita la alegría del sueño. Es wird bald ein Uhr sein: es casi la
una. Como un cáncer rápido y voraz mata nuestro sueño y nos oprime angustiosamente:
tendemos el oído al viento que silba fuera y al ligero roce de la nieve
contra el cristal, es wird schnell ein Uhr sein. Mientras todos nos agarramos
al sueño para que no nos abandone, tenemos los sentidos tensos en espera
de la señal que va a llegar, que está fuera de la puerta, que está aquí...
Ya está. Un golpe contra el cristal, Meister Nogalla ha lanzado contra el
ventanuco una bola de nieve y ahora está de pie, tieso, ahí afuera, y tiene
el reloj en la mano vuelto hacia nosotros. El Kapo se pone en pie, se estira,
y dice, en voz baja como quien no duda de que será obedecido: Alles heraus
(todos afuera).
¡Ah, poder llorar! ¡Ah, poder enfrentarse al viento como antes lo hacíamos
de igual a igual, y no como aquí, como gusanos sin alma!
Estamos fuera, y cada uno vuelve a su palanca. Resnyk se encoge de hombros,
se hunde el gorro hasta las orejas y levanta la cara al cielo bajo y gris
del que cae la nieve inexorable:
–Si j'avey une chien, je ne le chasse pas dehors.
UN DÍA BUENO
La convicción de que la vida tiene una finalidad está grabada en todas las
fibras del hombre, es una propiedad de la sustancia humana. Los hombres
libres llaman de muchas maneras a tal finalidad, y sobre su naturaleza piensan
y hablan mucho: pero para nosotros la cuestión es muy simple.
Aquí y hoy, nuestra finalidad es llegar a la primavera. De otras cosas,
ahora, no nos preocupamos. Detrás de esta meta no hay, ahora, otra meta.
Por la mañana, cuando en formación en la plaza de la Lista esperamos sin
fin la hora de ir al trabajo, y cada soplo del viento se nos mete por debajo
de la ropa y recorre en escalofríos violentos nuestros cuerpos indefensos,
y todo alrededor está gris, y nosotros estamos grises; por la mañana, cuando
todavía está oscuro, todos escrutamos el cielo hacia oriente acechando los
primeros indicios de la dulce estación, y la salida del sol es comentada
todos los días: hoy un poco antes que ayer; hoy un poco más caliente que
ayer; dentro de dos meses, dentro de un mes, el frío nos dará tregua y tendremos
un enemigo menos.
Hoy, por primera vez, el sol ha surgido vivo y nítido fuera del horizonte
de barro. Es un sol polaco, frío, blanco y lejano, y no nos calienta más
que la epidermis, pero cuando se ha deshecho de las últimas brumas ha corrido
un murmullo por nuestra multitud sin color, y cuando incluso yo he sentido
su tibieza a través de mi ropa, he comprendido que se pueda adorar al sol.
Das Schlimmste ist vorüber, dice Ziegler, estirando al sol los hombros puntiagudos:
lo peor ha pasado. Junto a nosotros hay un grupo de griegos, de esos admirables
y terribles judíos salónicos, tenaces, ladrones, prudentes, feroces y solidarios,
tan decididos a vivir y tan despiadados adversarios en la lucha por la vida;
de esos griegos que han sobrevivido, en las cocinas y en las canteras; y
que hasta los alemanes respetan y los polacos temen. Hace tres años que
están en el campo, y nadie mejor que ellos sabe lo que es el campo; ahora
están reunidos, apiñados en un corro, hombro contra hombro, y cantan una
de sus cantilenas interminables.
Felicio, el griego, me conoce:
–L'année prochaine á la maison! –me grita, y añade–: ...á la maison par
la cheminée!
Felicio ha estado en Birkenau. Y siguen cantando. Y dan golpes con los pies
rítmicamente, y se embriagan de canción.
Cuando por fin hemos salido por la gran puerta del campo el sol estaba discretamente
alto y el cielo sereno. A mediodía se veían las montañas; al poniente, familiar
e incongruente, el campanario de Auschwitz (¡un campanario aquí!) y todo
alrededor los globos cautivos de las vallas. Los humos de la Buna se estancaban
en el aire frío y se veía también una fila de colinas bajas, verdes de bosques:
y se nos ha encogido el corazón, porque todos sabemos que aquello es Birkenau,
que allí han terminado nuestras mujeres y que pronto también nosotros terminaremos
allí: pero no estamos acostumbrados a verlo.
Por primera vez nos hemos dado cuenta de que, a los dos lados de la carretera,
también aquí los prados están verdes: porque, si no hay sol, un prado es
como si no fuese verde.
La Buna no: la Buna es desesperada y esencialmente opaca y gris. Este desmesurado
enredo de hierro, de cemento, de barro y de humo es la negación de la belleza.
Sus calles y sus edificios se llaman como nosotros, con números o letras,
o con nombres inhumanos y siniestros. Dentro de su recinto no crece una
brizna de hierba, y la tierra está impregnada por los jugos venenosos del
carbón y del petróleo, y nada más que las máquinas y los esclavos están
vivos: y más aquéllas que éstos.
La Buna es grande como una ciudad; allí trabajan, además de los dirigentes
y los técnicos alemanes, cuarenta mil extranjeros, y se hablan quince o
veinte idiomas. Todos los extranjeros viven en distintos Lagers, que rodean
la Buna como una corona: el Lager de los prisioneros de guerra inglesa,
el Lager de las mujeres ucranianas, el Lager de los voluntarios franceses,
y otros que no conocemos. Nuestro Lager (Judenlager, Vernichtunslager, Kazett)
aporta, sólo él, diez mil trabajadores, que provienen de todas las naciones
de Europa; y nosotros somos los esclavos de los esclavos, a quienes todos
pueden mandar, y nuestro nombre es el número que llevamos tatuado en el
brazo y cosido en el pecho.
La Torre del Carburo, que surge en medio de la Buna y cuyo pináculo es raramente
visible entre la niebla, la hemos construido nosotros. Sus ladrillos han
sido llamados Ziegel, briques, tegula, cegli, kamenny, bricks, téglak, y
el odio los ha cimentado; el odio y la discordia, como la Torre de Babel
y así la llamamos: Babelturm, Bobelturm; y odiamos en ella el demente sueño
de grandeza de nuestros amos, su desprecio de Dios y de los hombres, de
nosotros los hombres.
Y todavía hoy, como en aquella fábula antigua, todos nosotros sentimos,
y los mismos alemanes sienten, que una maldición no trascendente y divina
sino inmanente e histórica se cierne sobre la insolente trabazón, fundada
en la confusión de las lenguas y erigida desafiando al cielo como una blasfemia
de piedra.
Como ya diremos, de la fábrica de la Buna, por la cual se afanaron los alemanes
durante cuatro años y en donde sufrimos y morimos miles de nosotros, no
salió nunca un solo kilo de goma sintética.
Pero hoy los eternos charcos, sobre los que tiembla un velo irisado de petróleo,
reflejan el cielo sereno. Las vigas, las calderas, los tubos todavía fríos
del hielo nocturno, chorrean rocío. La tierra removida de las zanjas, los
montones de carbón, los bloques de cemento, exhalan en una leve niebla la
humedad del invierno.
Hoy es un buen día. Miramos alrededor, como ciegos que recobran la vista,
y nos miramos unos a otros. Nunca nos habíamos visto al sol: algunos sonríen.
¡Si no fuese por el hambre!
Porque así es la naturaleza humana, las penas y los dolores que se sufren
simultáneamente no se suman por entero en nuestra sensibilidad, sino que
se esconden, los menores detrás de los mayores, según una ley de perspectiva
muy clara. Es algo providencial y que nos permite vivir en el campo. Y también
es ésta la razón por la cual con tanta frecuencia, en la vida en libertad,
se oye decir que el hombre es insaciable: mientras, más que de una incapacidad
humana para el estado de bienestar absoluto, se trata de un conocimiento
siempre insuficiente de la naturaleza compleja del estado de desgracia,
por lo cual a causas que son múltiples y ordenadas jerárquicamente se les
da un solo nombre, el de la causa mayor; hasta que ésta llegue a desaparecer,
y entonces uno se asombra dolorosamente al ver que detrás de una hay otra;
y en realidad, muchas otras.
Por
eso, aún no acaba de cesar el frío, que durante todo el invierno nos ha
parecido el único enemigo, y ya nos damos cuenta de que tenemos hambre:
y, repitiendo el mismo error, decimos hoy: "¡Si no fuese por el hambre!"...
Pero ¿cómo podría pensarse en no tener hambre? El Lager es el hambre: nosotros
somos el hambre, un hambre viviente.
Más allá de la carretera está funcionando una excavadora. Su cesta, suspendida
de los cables, abre las mandíbulas dentadas, se queda un momento como dudando
en la elección, luego se lanza sobre la tierra arcillosa y blanda y la muerde
vorazmente, mientras de la cabina de mando sale un bufido satisfecho de
humo blanco y denso. Luego se alza, gira a medias, vomita por la trasera
el bocado de que está cargada y vuelve a empezar.
Apoyados en las palas, nos quedamos mirándola fascinados. A cada mordisco
de la cesta las bocas se cierran, las nueces suben y bajan miserablemente
en las gargantas, visibles bajo la piel fláccida. No conseguimos sustraernos
al espectáculo de la comida de la excavadora.
Sigi tiene diecisiete años y es el más hambriento aunque recibe cada tarde
un poco de potaje que le da un protector suyo, verosímilmente no desinteresado.
Había empezado a hablar de su casa de Viena y de su madre, pero luego ha
pasado al tema de la cocina y ahora nos habla sin parar de no sé qué banquete
de bodas y recuerda, con verdadero desconsuelo, que no terminó el tercer
plato de potaje de habas. Todos lo mandan callar, y no han pasado diez minutos
cuando Bela nos describe su campiña húngara, y los campos de maíz, y una
receta para hacer polenta dulce con maíz tostado, y manteca, y especias,
y... y lo insultan, lo maldicen, y hay otro que empieza a contar...
¡Qué débil es la carne! Yo me doy perfecta cuenta de cuán vanas son estas
imaginaciones del hambre, pero no puedo sustraerme a la ley común, y ante
los ojos me baila la pasta asciutta que acabábamos de hacer Vanda, Luciana,
Franco y yo, en Italia, en el campo de espera, cuando nos dieron la noticia
repentina de que al día siguiente teníamos que salir para venir aquí; y
estábamos comiéndola (estaba tan buena, amarilla, sólida) y la dejamos,
necios de nosotros, insensatos: ¡si hubiésemos sabido! Y si ocurriese otra
vez... Absurdo; si hay una cosa segura en el mundo es ésta: que no nos sucederá
otra vez.
Fischer, el último que ha llegado, se saca del bolsillo un envoltorio, preparado
con la minuciosidad de los húngaros, y dentro hay media ración de pan: la
mitad del pan de esta mañana. Es bien sabido que sólo los Números Altos
son capaces de quedarse con el pan en el bolsillo; ninguno de nosotros,
los antiguos, está en condiciones de conservar el pan durante una hora entera.
Varias teorías circulan para justificar esta incapacidad nuestra: el pan
comido poco a poco a veces no se asimila del todo; la tensión nerviosa necesaria
para guardar el pan, sin atacarlo cuando se tiene hambre, es nociva y debilitante
en grado sumo; el pan endurecido pierde rápidamente su valor alimenticio,
por lo que cuanto antes es ingerido tanto más nutritivo, resulta; Alberto
dice que el hambre y el pan en el bolsillo son cantidades de signo contrario,
que se neutralizan automáticamente y no pueden coexistir en el mismo individuo;
y muchos, en fin, afirman justamente que el estómago es la caja fuerte más
segura contra los robos y las extorsiones.
–Moi, on m'a jamais volé mon pain! –gruñe David golpeándose el estómago
cóncavo: pero no puede apartar los ojos de Fischer, que mastica lento y
metódico, del "afortunado" que posee todavía media ración a las diez de
la mañana–: ... sacré veinard, va!
Pero no sólo debido al sol es el de hoy un día alegre: a mediodía nos espera
una sorpresa. Además del rancho normal de la mañana, encontramos en la barraca
una maravillosa marmita de cincuenta litros, de las de la Cocina de la Fábrica,
casi llena. Templer nos mira triunfante: esta "organización" es obra suya.
Templer es el organizador oficial de nuestro Kommando: tiene para la sopa
de los Civiles una sensibilidad exquisita, como las abejas para las flores.
Nuestro Kapo, que no es un mal Kapo, le deja las manos libres, y con razón:
Templer se echa a andar siguiendo pistas imperceptibles, como un sabueso,
y vuelve con la preciosa noticia de que los obreros polacos del Alcohol
Metílico, a dos kilómetros de aquí, han dejado cuarenta litros de sopa porque
sabía a rancio, o que un vagón de nabos se ha quedado sin guardia en la
vía muerta de la Cocina de la Fábrica.
Hoy, los litros son cincuenta, y nosotros somos quince, Kapo y Vorarbeiter
comprendidos. Son tres litros por cabeza; uno lo tomaremos a mediodía, además
del rancho normal, y para los otros dos iremos por turno esta tarde a la
barraca, y nos será, concedidos excepcionalmente cinco minutos de suspensión
del trabajo para que nos hartemos.
¿Qué más podría desearse? Hasta el trabajo nos parece ligero ante la perspectiva
de los dos litros densos y calientes que nos esperan en la barraca. Periódicamente
se nos acerca el Kapo y llama:
–Wer hat noch zu fressen?
Esto, no ya por burla o por escarnio, sino porque verdaderamente este nuestro
comer de pie, furiosamente, escaldándose la boca y la garganta, sin tiempo
para respirar, es "fressen", el comer de las bestias, y no por cierto "essen",
el comer de los hombres, sentados ante una mesa, religiosamente. "Fressen"
es el vocablo apropiado, el comúnmente usado entre nosotros.
Meister Nogalla está aquí y hace la vista gorda ante nuestra ausencia del
trabajo. También Meister Nogalla tiene cara de hambriento, y si no fuese
por las conveniencias sociales quizás no rechazara un litro de nuestro aguaje
caliente.
Le llega el turno a Templer, al que, con plebiscitario consentimiento, le
han sido asignados cinco litros, sacados del fondo de la marmita. Porque
Templer, además de ser un buen organizador, es un excepcional comedor de
potaje y, caso único, está en condiciones de vaciar los intestinos, voluntaria
y preventivamente, en vista de la comida voluminosa: lo que contribuye a
su asombrosa capacidad gástrica.
De esta habilidad suya está justamente orgulloso, y todos, hasta Meister
Nogalla, la conocen. Acompañado por la gratitud de todos, el benefactor
Templer se encierra unos instantes en la letrina, sale radiante y pronto,
y se dispone, entre la general benevolencia, a gozar del fruto de su obra:
–Nu, Templer, hast du Platz genug für die Suppe gemacht?
Al atardecer, suena la sirena del Feierabend, del final del trabajo; y puesto
que todos estamos, al menos durante unas horas, saciados, no hay lugar a
litigios, nos sentirnos bondadosos, el Kapo no tiene deseos de castigarnos
y somos capaces de pensar en nuestras madres y en nuestras mujeres, lo que
no sucede con frecuencia. Durante unas horas podemos ser infelices a la
manera de los hombres libres.
MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL
Teníamos una incorregible tendencia a ver en cada acontecimiento un símbolo
y un signo. Desde hacía setenta días se hacía esperar el Wäschetauschen,
la ceremonia del cambio de la ropa interior, y ya circulaba insistente la
voz de que faltaba ropa interior de recambio porque, debido al avance del
frente, los alemanes no podían hacer afluir a Auschwitz nuevos transportes;
"por eso" la liberación estaba cerca; y paralelamente, la interpretación
opuesta, que el retraso de la muda era signo seguro de una próxima liquidación
integral de todo el campo. Pero la muda llegó y, como de costumbre, la dirección
del Lager se preocupó de que llegase de improviso y al mismo tiempo a todos
los barracones.
Es preciso saber que en el Lager la tela escasea y es preciosa; y que el
único modo que tenemos de procurarnos un trapo para limpiarnos la nariz,
o un retazo para los pies, es precisamente el cortarle el faldón a una camisa
en el momento de la muda. Si la camisa es de manga larga, se le cortan las
mangas; si no, uno se contenta con un rectángulo de abajo, o se descose
uno de sus numerosos remiendos. En todo caso, hace falta algún tiempo para
procurarse aguja e hilo, y para realizar la operación con cierto arte, de
modo que el estropicio no sea demasiado evidente en el acto de la entrega.
La ropa sucia y rasgada pasa a granel a la Sastrería del campo donde es
sumariamente zurcida, luego a la desinfección con vapor (¡no al lavado!)
después es redistribuida; de ahí que, para salvar la ropa usada de las mencionadas
mutilaciones, sea necesario hacer llegar la muda de la manera más imprevista.
Pero, siempre como de costumbre, no se ha podido evitar que alguna mirada
sagaz penetrase bajo el toldo del carro que salía de la desinfección, de
modo que en pocos minutos el campo se ha enterado de la inminencia de un
Wäschetauschen y, por añadidura, de que esta vez se trataba de camisas nuevas,
procedentes de un transporte de húngaros llegado hace tres días.
La noticia ha tenido una resonancia instantánea. Todos los detentadores
abusivos de segundas camisas, robadas u "organizadas", o tal vez honestamente
compradas con pan para protegerse del frío o para invertir capital en un
momento de prosperidad, se han precipitado hacia la Bolsa, esperando llegar
a tiempo de cambiar por géneros de consumo su camisa de reserva antes de
que la oleada de camisas nuevas, o la certeza de su llegada, devaluasen
irreparablemente el precio del artículo.
La Bolsa es siempre activísima. Aunque todo cambio (mejor, toda forma de
propiedad) esté explícitamente prohibido, y aunque frecuentes rastreos de
los Kapos o de los Blockälteste atropellen periódicamente en una sola fuga
a mercaderes, clientes y curiosos, sin embargo, en el ángulo nordeste del
Lager (significativamente en el ángulo más alejado de las barracas de la
SS), apenas las escuadras han vuelto del trabajo, se reúne un concurso tumultuoso,
al aire libre en verano, dentro del lavadero en invierno.
Aquí vagan a decenas, con los labios entreabiertos y los ojos relucientes,
los desesperados por el hambre, a los que un instinto falaz empuja allá
donde las mercancías exhibidas hacen más agria la roedura del estómago y
más asidua la salivación. Van provistos, en el mejor de los casos, de la
mísera media ración de pan que, con esfuerzo doloroso, han ahorrado desde
la mañana, con la esperanza insensata de que se presente la ocasión de un
trueque ventajoso con algún ingenuo, desconocedor de las cotizaciones del
momento. Algunos de éstos, con salvaje paciencia, adquieren con la media
ración un litro de potaje que, al ir alejándose, someten a la metódica extracción
de los pocos pedazos de patata que yacen en el fondo; hecho lo cual, la
cambian por pan, y el pan por un nuevo litro que expoliar, y esto hasta
el agotamiento de los nervios, o hasta que cualquier perjudicado, cogiéndole
in fraganti, no les inflija una severa lección, exponiéndolos a la pública
irrisión. A la misma especie pertenecen los que van a la Bolsa a vender
su única camisa; ésos saben bien lo que va a suceder, en la primera ocasión,
cuando el Kapo compruebe que están desnudos bajo la chaqueta. El Kapo les
preguntará qué han hecho de la camisa; es una pura pregunta retórica, una
formalidad útil tan sólo para entrar en materia. Le responderán que la camisa
se la han robado en el lavadero; también es de rigor esta respuesta, y no
pretende ser creída; en realidad, hasta las piedras del Lager saben que
en noventa y nueve veces de cada ciento quien no tiene camisa la ha vendido
por hambre, y que además se es responsable de la camisa porque pertenece
al Lager. Entonces, el Kapo lo golpeará, le será asignada otra camisa, y
antes o después todo volverá a empezar.
Cada uno en su rincón acostumbrado, se estacionan en la Bolsa los mercaderes
profesionales; los primeros de entre ellos, los griegos, inmóviles y silenciosos
como esfinges, agazapados detrás de las escudillas de potaje denso, fruto
de su trabajo, de sus combinaciones y de su solidaridad nacional.
Los griegos se han reducido ahora a poquísimos, pero han aportado una contribución
de primer orden a la fisonomía del campo y a la jerga internacional que
por él circula. Todos saben que "caravana" es la escudilla, y que "la comedera
es buena" quiere decir que el potaje es bueno; el vocablo que expresa la
idea genérica de hurto es "klepsi–klepsi", de evidente origen griego. Estos
pocos supervivientes de la colonia judía de Salónica, la del doble lenguaje,
español y helénico, y de las múltiples actividades, son los depositarios
de una concreta, terrena, cómplice sabiduría en la que confluyen las tradiciones
de todas las civilizaciones mediterráneas. Que esta sabiduría se resuelva
en el campo con la práctica sistemática y científica del hurto y del asalto
a los cargos y con el monopolio de la Bolsa de los trueques, no debe hacer
olvidar que su repugnancia por la brutalidad gratuita, su asombrosa conciencia
de la subsistencia de una, cuando menos potencial, dignidad humana, hacían
de los griegos del Lager el núcleo nacional más coherente y, bajo este punto
de vista, el más civil.
Se puede encontrar en la Bolsa a los especialistas de los hurtos en la cocina,
con las chaquetas hinchadas por misteriosos bultos. Mientras para el potaje
hay un precio casi estable (media ración de pan por un litro), la cotización
de los nabos, remolachas, patatas, es caprichosa en extremo y depende mucho,
entre otros factores, de la diligencia y la corruptibilidad de los guardianes
de turno en los almacenes.
Se vende el Mahorca: el Mahorca es un tabaco de desecho, en forma de astillas
leñosas, oficialmente en venta en la Kantine, en paquetes de cincuenta gramos,
contra la entrega de "bonos–premio" que la Buna debería distribuir entre
los mejores trabajadores. Tal distribución se hace irregularmente, con gran
parsimonia y evidente iniquidad, de modo que la mayor parte de los bonos
terminan, directamente o por abuso de autoridad, en manos de los Kapos y
de los prominentes; sin embargo, los bonos–premio de la Buna circulan en
el mercado del Lager a guisa de moneda, y su valor varía en estricta obediencia
a las leyes de la economía clásica.
Ha habido períodos en los que se ha pagado una ración de pan por bono–premio,
luego una y cuarto, también una y un tercio; una vez ha sido cotizado a
ración y media, pero luego el suministro de Mahorca en las Kantinas ha disminuido
y entonces, al faltar la cobertura, la divisa se ha precipitado de golpe
a un cuarto de ración. Le ha sucedido otro período de alza debido a una
razón singular: el cambio de la guardia en el Frauenblock, con la llegada
de un contingente de robustas muchachas polacas. En efecto, puesto que el
bono–premio es válido (para los criminales y los políticos: no para los
judíos, los cuales, por lo demás, no sufren por la limitación) para un ingreso
en el Frauenblock, los interesados han hecho un activo y rápido acaparamiento:
de donde el alza que, por lo demás, no ha durado mucho.
Entre los comunes Häftlinge, pocos son los que buscan el Mahorca para fumárselo
personalmente; casi siempre sale del campo y termina en los laboratorios
civiles de la Buna. Es un sistema de "kombinacja" bastante difundido: el
Häftling, una vez economizada del modo que sea una ración de pan, la invierte
en Mahorca; se pone cautamente en contacto con un "aficionado" civil, que
adquiere el Mahorca efectuando el pago al contado con una dosis de pan superior
a la inicialmente establecida. El Häftling se come el margen de ganancia
y pone en circulación la ración sobrante. Especulaciones de esta clase establecen
una conexión entre la economía interior del Lager y la vida económica del
mundo exterior: cuando, accidentalmente, ha llegado a faltar la distribución
del tabaco a la población civil de Cracovia, el hecho, superando la barrera
de alambre de púa que nos segrega del consorcio humano, ha tenido repercusión
en el campo, provocando una clara alza de la cotización del Mahorca y, en
consecuencia, de los bonos–premio.
El caso arriba esbozado no es sino el más esquemático: otro más complejo
es el siguiente. El Häftling adquiere mediante Mahorca o pan –o quizás por
donación de un civil– cualquier abominable, rasgado, sucio trapo de camisa,
sin embargo, provisto aún de tres agujeros por los que pasar bien o mal
los brazos y la cabeza. Siempre que no muestre más que signos de desgaste,
y no de mutilaciones artificiosamente realizadas, semejante objeto, en lo
que al Wäschentauschen se refiere, es válido como camisa y da derecho al
cambio; todo lo más, quien lo muestra podrá recibir una adecuada dosis de
golpes por haber puesto tan poco cuidado en la conservación de los indumentos
de ordenanza.
Por ello, en el interior del Lager no hay gran diferencia de valor entre
una camisa digna de tal nombre y un andrajo lleno de remiendos; el Häftling
no tendrá dificultad en encontrar un compañero en posesión de una camisa
en estado comerciable que no pueda valorizar porque, por razones de ubicación
del trabajo, o de lenguaje, o de intrínseca incapacidad, no está en relación
con los trabajadores civiles. Estos últimos se contentarán con un modesto
porcentaje de pan para aceptar el cambio; efectivamente, el próximo Wäschentauschen
restablecerá en cierto modo la nivelación repartiendo ropa buena o mala
de manera perfectamente casual. Pero el primer Häftling podrá contrabandear
en la Buna la camisa buena y vendérsela al civil de antes (o a cualquier
otro) por cuatro, seis, hasta diez raciones de pan. Este tan elevado margen
de ganancias refleja la gravedad del riesgo de salir del campo con más de
una camisa puesta, o de regresar sin camisa.
Muchas son las variaciones sobre este tema. Hay quien no duda en sacarse
las fundas de oro de las muelas para venderlas en la Buna por pan o tabaco;
pero es más común el caso de que semejante tráfico tenga lugar por persona
interpuesta. Un "número alto", es decir, un recién llegado, llegado hace
poco pero ya lo suficientemente embrutecido por el hambre y por la extremada
tensión de la vida en el campo, es oteado por un "número bajo" a causa de
alguna rica prótesis dental que lleve puesta; el "bajo" ofrece al "alto"
tres o cuatro raciones de pan al contado por someterse a la extracción.
Si el alto acepta, el bajo paga, se lleva el oro a la Buna y, si está en
contacto con un civil de confianza, del que no sean de temer delaciones
o estafas, puede realizar sin más una ganancia de hasta diez, veinte o más
raciones, que le son pagadas gradualmente, una o dos al día. Advirtamos
a tal propósito que, contrariamente a lo que sucede en la Buna, cuatro raciones
de pan son el importe máximo de los negocios que se concluyen en el campo,
porque aquí sería prácticamente imposible tanto estipular contratos a crédito,
como preservar de la codicia ajena y del hambre propia una cantidad mayor
de pan.
El tráfico con los civiles es un elemento característico del Arbeitslager
y, como se acaba de ver, determina la vida económica. Es por lo demás delito,
explícitamente contemplado por el reglamento del campo y asimilado al delito
"político"; por ello es castigado con particular severidad. El Häftling
convicto de Handel mit Zivilisten, si no dispone de buenas influencias;
acaba en Gleiwitz III, en Janina, en las minas de carbón de Heidebreck;
lo que significa la muerte por agotamiento en el transcurso de unas pocas
semanas. Además, el mismo trabajador civil cómplice suyo puede ser denunciado
a la autoridad competente alemana y condenado a pasar un período variable,
según me consta, de quince días a ocho meses en Vernichtunslager, en las
mismas condiciones que nosotros. Los obreros a los que se aplica este género
de talión son expoliados como nosotros a la entrada, pero sus efectos personales
se conservan en un almacén a propósito. No se los tatúa y conservan su pelo,
lo que los hace fácilmente reconocibles, pero durante todo el tiempo del
castigo se los somete al mismo trabajo que a nosotros y a nuestra disciplina;
excluidas, desde luego, las selecciones.
Trabajan en Kommandos especiales y no tienen contacto de ningún género con
los Häftlinge comunes. En efecto, para ellos el Lager es un castigo y, si
no mueren de cansancio o de enfermedad, tienen muchas probabilidades de
volver entre los hombres; si se les diese la posibilidad de comunicarse
con nosotros, ello abriría una brecha en el muro que nos tiene muertos para
el mundo, y una rendija sobre el misterio que reina entre los hombres libres
en torno a nuestro estado. En cambio, para nosotros, el Lager no es un castigo;
para nosotros no se prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el
género de existencia a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno
del organismo social germánico.
Una sección de nuestro mismo campo está destinada por supuesto a los trabajadores
civiles de todas las nacionalidades que deben residir en él durante un tiempo
más o menos largo, en expiación de sus relaciones ilícitas con los Häftlinge.
Dicha sección está separada del resto del campo mediante un alambre de púas,
y se llama E–Lager, y E–Häftlinge se llaman sus huéspedes. E es la inicial
de Erziehung, que significa "educación".
Todas las combinaciones hasta ahora descritas están fundadas en el contrabando
de material perteneciente al Lager. Por eso, los SS son tan rigurosos al
reprimirlos: el mismo oro de nuestros dientes es propiedad suya, puesto
que, arrancado de las mandíbulas de los vivos y de los muertos, todo termina
antes o después en sus manos. Es, por lo tanto, natural que se ocupen de
que el oro no salga del campo.
Pero contra el hurto en sí la dirección del campo no tiene ninguna prevención.
Lo demuestra la actitud de amplia connivencia manifestada por los SS frente
al contrabando inverso.
Aquí, las cosas son generalmente más sencillas. Se trata de robar o de comprar
después de robado alguno de los variados utensilios, herramientas, materiales,
productos, etcétera con los que a diario estamos en contacto en la Buna
por razones de trabajo; introducirlo en el campo por la tarde, encontrar
el cliente y efectuar el trueque por pan o sopa. Este tráfico es intensísimo:
para determinados artículos, que no obstante son necesarios para la vida
normal del Lager, ésta, la del hurto en la Buna, es la única y regular vía
de abastecimiento. Son típicos los casos de las escobas, de los barnices,
del alambre eléctrico, del betún de los zapatos. Valga como ejemplo el tráfico
de esta última mercancía.
Como ya hemos dicho en otra parte, el reglamento del campo prescribe que
todas las mañanas los zapatos se embetunen y se les saque brillo, y cada
Blockältester es responsable ante los SS de la obediencia a esta disposición
por parte de todos los hombres de su barracón. Se podría, pues, pensar que
cada barracón disfruta de una asignación periódica de betún para los zapatos,
pero no es así: el mecanismo es otro. Es necesario anticipar que cada barracón
recibe, por las tardes, una asignación de potaje que es un poco mayor que
la suma de las raciones reglamentarias; el exceso es repartido según el
arbitrio del Blockältester, el cual se procura, en primer lugar, las atenciones
para sus amigos y protegidos, en segundo, las compensaciones debidas a los
barrenderos, a los guardias nocturnos, a los inspectores de piojos y a todos
los demás funcionarios prominentes de la barraca. Lo que todavía queda (y
todo Blockältester astuto hace que siempre sobre), sirve precisamente para
las compras.
Lo demás se comprende: los Häftlinge a los que se les ofrece en la Buna
la ocasión de llenarse la escudilla de grasa o de aceite de máquina (o de
otras cosas: cualquier sustancia negruzca y untuosa se considera al fin
adecuada), llegados al campo por la tarde, hacen sistemáticamente la ronda
de los barracones hasta que encuentran al Blockältester desprovisto del
artículo o que quiere tenerlo en reserva. Por lo demás, cada barraca tiene
por lo menos su abastecedor habitual, con el cual ha sido pactada una compensación
fija diaria a condición de que proporcione la grasa cada vez que la reserva
esté a punto de acabarse.
Todas las noches, junto a las puertas de los Tagesräume, se estacionan pacientemente
los puestos de los proveedores: quietos y en pie durante horas y horas bajo
la lluvia o la nieve, hablan agitadamente y en voz baja de cuestiones relacionadas
con las variaciones de los precios y del valor del bono–premio. De cuando
en cuando alguno se separa del grupo, hace una breve visita a la Bolsa y
vuelve con las últimas noticias.
Además de los ya nombrados, son innumerables los artículos disponibles en
la Buna que pueden ser útiles en el Block, ser agradecidos por el Blockältester,
o suscitar el interés o la curiosidad de los prominentes. Bombillas, cepillos,
jabón corriente o de barba, limas, pinzas, sacos, clavos; se despacha el
alcohol metílico, bueno para hacer bebidas, y la bencina, buena para encendedores,
prodigios de la industria secreta de los artesanos del Lager.
En esta compleja red de hurtos y contrahurtos, alimentados por la sorda
hostilidad entre los comandos SS y la autoridad civil de la Buna, función
de primer orden tiene el Ka–Be. El Ka–Be es el lugar de menor resistencia,
la válvula por la que más fácilmente pueden evadirse los reglamentos y eludirse
la vigilancia de los Kapos. Todos saben que son los mismos enfermeros los
que reincorporan al mercado, a bajo precio, la ropa y los zapatos de los
muertos y de los seleccionados que parten desnudos para Birkenau; son los
enfermeros y los médicos los que exportan de la Buna los sulfamídicos asignados,
vendiéndolos a los civiles contra géneros alimentarios.
Además, los enfermeros obtienen grandes ganancias del tráfico de cucharas.
El Lager no provee de cuchara a los recién llegados, aunque el potaje semilíquido
no pueda ser consumido de otra manera. Las cucharas se fabrican en la Buna,
a escondidas y en los ratos libres, por los Häftlinge que trabajan como
especialistas en los Kommandos de herreros y hojalateros; se trata de bastas
y pesadas herramientas, hechas con chapas trabajadas a martillazos, frecuentemente
con el mango afilado, de modo que sirva al mismo tiempo de cuchillo para
cortar el pan. Los mismos fabricantes las venden directamente a los recién
llegados; una cuchara sencilla vale media ración, una cuchara–cuchillo tres
cuartos de ración de pan. Ahora bien, es ley que en el Ka–Be se pueda entrar
con la cuchara, pero no salir con ella. A los curados, en el acto de darlos
de alta y antes de vestirlos, la cuchara les es confiscada por los enfermeros,
que la envían en venta a la Bolsa. Añadiendo a las cucharas de los curados
las de los muertos y las de los seleccionados, los enfermeros llegan a percibir
a diario las ganancias de la venta de una cincuentena de cucharas. Por el
contrario, los enfermos dados de alta se ven obligados a reanudar el trabajo
con la desventaja inicial de media ración de pan asignada a la adquisición
de una nueva cuchara.
En
fin, el Ka–Be es el principal cliente y comprador de los hurtos consumados
en la Buna: del potaje destinado al Ka–Be veinte buenos litros al día son
presupuestados como fondo de hurtos para adquirir de los especialistas los
artículos más variados. Hay quien roba el fino tubo de goma utilizado en
el Ka–Be para las enteroirrigaciones y las sondas gástricas; quien llega
a ofrecer los lapiceros y tintas de colores, necesarios para la complicada
contabilidad de la comandancia del Ka–Be; los termómetros y la vajilla y
los reactivos químicos que salen de los almacenes de la Buna en los bolsillos
de los Häftlinge y se emplean en la enfermería como material sanitario.
Y no querría pecar de inmodestia al añadir que ha sido nuestra, de Alberto
y mía, la idea de robar los rollos de papel milimetrado de los termógrafos
de la Oficina de Desecación y ofrecérselos al Médico Jefe del Ka–Be, sugiriéndole
que lo emplee bajo la forma de módulos para los diagramas pulso–temperatura.
En conclusión, el hurto en la Buna, castigado por la Dirección Civil, es
autorizado y estimulado por los SS; el hurto en el campo, reprimido severamente
por los SS, es considerado por los civiles una operación normal de cambio;
el hurto entre Häftlinge es generalmente castigado pero el castigo afecta
con la misma gravedad al ladrón y al robado. Quiero invitar ahora al lector
a que reflexione sobre lo que podrían significar en el Lager nuestras palabras
"bien" y "mal", "justo" e "injusto"; que juzgue, basándose en el cuadro
que he pintado y los ejemplos más arriba expuestos, cuánto de nuestro mundo
moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas.
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